18 de noviembre de 1845
“Señor:
Los seis meses de silencio han seguido su curso. Hoy es 18
de noviembre; mi última carta estaba fechada (creo) el 18 de mayo. Por eso
puedo escribirle sin faltar a mi promesa.
El verano y el otoño se han hecho muy largos; a decir
verdad, han sido necesarios dolorosos esfuerzos por mi parte para mantener
hasta ahora la abnegación que me impuse a mí misma. Usted, señor, no puede
concebir lo que significa; pero imagínese por un instante que uno de sus hijos
fuera separado de usted, a 160 leguas, y que usted tuviera que estar seis meses
sin escribirle, sin recibir noticias suyas, sin oír hablar de él, sin saber
nada de su salud, y entonces entenderá fácilmente toda la severidad de una
obligación así. Le digo francamente que he intentado olvidarle durante estos
meses, porque el recuerdo de una persona a quien uno no cree que pueda volver a
ver de nuevo y a quien, sin embargo, se tiene en gran estima, atormenta
demasiado la mente; y cuando uno ha sufrido ese tipo de ansiedad durante un año
o dos, está dispuesto a hacer cualquier cosa para reencontrar la paz. Yo lo he
intentado todo; he buscado ocupaciones; me he negado a mí misma por completo el
placer de hablar de usted, ni siquiera a Emily; pero no he sido capaz de
superar ni mis pesares ni mi impaciencia. Lo cual, de hecho, es humillante: ser
incapaz de controlar los propios pensamientos, ser esclava de un pesar, de un
recuerdo, la esclava de una idea fija y dominante que gobierna despóticamente
la mente. ¿Por qué no puedo recibir tanta amistad de usted, como usted de mí,
mi más ni menos? Entonces estaría tranquila, tan libre que podría mantenerme en
silencio durante diez años sin esfuerzo.
Mi padre está bien, pero ha perdido la vista casi por
completo. No puede leer ni escribir. Pero los médicos han recomendado esperar
unos pocos meses antes de intentar una operación. El invierno será una larga
noche para él. Se queja muy raramente; admiro su paciencia. Si la Providencia
me destinara la misma calamidad, ¡quiera Él concederme tanta paciencia para
sobrellevarla! Me parece, señor, que no hay nada más mortificante en las
grandes desgracias físicas que verse obligado a hacer que todos los que nos
rodean las compartan. Uno puede ocultar los males del alma, pero los que
afectan al cuerpo y destruyen nuestras capacidades no pueden ser encubiertos.
Mi padre me permite ahora leerle y que escriba por él; me demuestra, también,
más confianza de la que había tenido antes, lo cual es un gran consuelo.
(…) Su última carta fue un apoyo y un sostén para mí,
alimento para medio año. Ahora necesito otra y usted me la dará; no porque me
deba amistad -no me puede tener mucha-, sino porque usted tiene un alma
compasiva y no condenaría a nadie a un sufrimiento prolongado para liberarse de
unos pocos momentos incómodos. Prohibirme que le escriba, negarse a
responderme, sería arrancarme de mí mi única alegría en la tierra, privarme de
mi último privilegio -un privilegio al que nunca consentiré en renunciar
voluntariamente-. Créame, maestro, escribiéndome hace una buena acción. En
tanto que creo que usted está complacido conmigo, en tanto que tengo esperanzas
de recibir noticias suyas, puedo descansar y no sentirme muy desdichada. Pero
cuando un silencio prolongado y tenebroso parece amenazarme con el alejamiento de
mi maestro, cuando día tras día espero una carta, y cuando día tras día solo
llega la desilusión para sumirme en una tristeza abrumadora, y la dulce alegría
de ver su escritura y leer su consejo huye de mí como una visión vana, entonces
me reclama la fiebre, pierdo el apetito y el sueño y languidezco.
Volveré a escribirle el próximo mayo: sería mejor esperar un
año, pero es imposible: demasiado tiempo.
(…) Me gustaría poder escribirle cartas más alegres, porque
cuando releo esta la encuentro triste de alguna manera -pero, perdóneme, mi
querido maestro-; no se irrite por mi tristeza…
(…) Adiós, mi querido Maestro, que Dios le proteja con sumo
cuidado y le corone con bendiciones especiales.”
Charlotte Brontë (1816-1855) fue una escritora britanica, la
mayor de las hermanas Brontë, cuyas novelas se convirtieron en obras cumbres de
la literatura inglesa.
En 1842 Charlotte y Emily Brontë quisieron abrir una escuela
privada y, para mejorar su francés, ingresaron en un internado privado de
Bruselas regentado por Constantine Héger y su esposa, pero al morir su tía se
vieron obligadas a volver a Inglaterra. Charlotte regresó nuevamente a Bruselas
en enero de 1843 para trabajar de profesora en el internado. Su segunda
estancia no fue nada agradable, ella se vió invadida por la soledad, la
nostalgia y la melancolía. Allí se enamoró profundamente de Constantine Héger.
Héger solamente estaba interesado por sus escritos y sus
inquietudes intelectuales.Él estaba casado y no albergaba ninguna otra
intención que no fuera lo extrictamente académico. Ese amor no correspondido la
atormentaría durante mucho tiempo.
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