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Autorretrato (1971) - Francis Bacon |
Tan sólo hace diez horas que me he dado cuenta de mi horrible condición. Hasta entonces no sabía aún lo espantoso que puede ser el mundo. Desde hace unos años creía ser un graduado en terribilidad. Había experimentado, pensado, imaginado, soñado todo lo que hay, lo que habrá, lo que podría haber en él de más terrorífico, de más tormentoso, de más horripilante, de más monstruoso y desatinadamente angustioso. Conocía la ansiedad de las esperas nocturnas; las desesperaciones de los últimos besos, los temblores de las apariciones silenciosas, los delirios de las pesadillas, los estremecimientos de los relojes invisibles que marcan en las noches las horas eternas, los espasmos de suplicios imposibles, los gemidos exasperados de las almas sin asilo, la fiebre errante de los coloquios demoníacos. Pero no conocía todavía la más terrible cosa que puede existir en el mundo; no conocía el suplicio último, el suplicio supremo. Hace diez horas solamente que he tenido la revelación y ya me parece que muchas dinastías pasaron sobre la tierra y muchos solitarios dejaron el cielo.
Me esforzaré por conservar la calma. Trataré de ser claro. Elegiré la fórmula más neta, más simple, más natural: Me he dado cuenta de que no puedo ser yo mismo. Me he dado cuenta de que no podré nunca -nunca, ¿comprenden?-, de que no podré nunca cesar de ser yo mismo. Quizás no me haya explicado bastante. Veamos: yo quisiera, pues, cambiar. Pero cambiar seriamente -¿comprenden?- cambiar completamente, enteramente, radicalmente. Ser otro, en síntesis. Ser otro que no tuviese ninguna relación conmigo, que no tuviera el mínimo punto de contacto, que ni siquiera me conociese, que nunca me hubiera conocido.
¡Los cambios y renovaciones insustanciales los conozco desde hace tanto! Se trata de plumerazos, de mudanzas, de encaladuras. Se cambia el papel de Francia pero la habitación es siempre la misma; se cambia el color del sobretodo pero el cuerpo que recubre es el mismo; se cambian de lugar los muebles, se cuelga con pequeños clavos un nuevo cuadro, se agrega un estante de libros, un sillón mas cómodo, una mesa más ancha, pero el cuarto es el mismo; siempre, siempre, inexorablemente, implacablemente el mismo. Tiene el mismo aspecto, la misma fisonomía, el mismo clima espiritual. Se muda la fachada y la casa, adentro, tiene las mismas escaleras y las mismas habitaciones; se. cambia la cubierta, se reemplaza el título, se modifican los adornos del frontispicio, los caracteres del texto, las iniciales de los capítulos, pero el libro cuenta siempre la misma historia -siempre, siempre, inexorable, implacablemente la misma, vieja, fastidiosa, lamentable historia.
Estoy cansado ya de esta clase de cambios y renovaciones. ¡Cuántas veces yo mismo he cepillado mi pobre alma! ¡Cuántas veces le he dado un nuevo barniz a mi cerebro! ¡Cuántas he vuelto a poner orden en la confusión de mi corazón! Me hice trajes nuevos, viajé por nuevos países, viví en ciudades nuevas, pero siempre sentí, en lo más profundo de mí mismo, algo que permanece, que siempre permanece, que soy yo, siempre yo mismo, que cambia de rostro, de voz, de andar, pero que permanece eternamente como un guardián incansable e inflexible. A su alrededor las cosas desaparecen pero él no guarda recuerdo de ellas; en torno suyo las cosas aparecen y él no retrocede... Ahora estoy cansado de vivir conmigo mismo, siempre. Hace veinticuatro años que vivo en compañía de mí mismo. Ya basta: estoy definitivamente hastiado. ¿Solamente hastiado? ¡Mucho más todavía! Digan más bien que estoy disgustado, repugnado, nauseado de este yo con el cual he vivido veinticuatro años seguidos.
Creo, finalmente, tener el derecho de dejarlo. Cuando una casa ya no nos gusta podemos mudarnos; cuando un instrumento no nos sirve más lo arrojamos al agua. ¿Y mi cuerpo no es acaso una casa, ya sea una cabaña o un templo? ¿Mi alma no es acaso un instrumento, ya sea una hoz o una lira?
Sin embargo, no puedo desalojarme de mi cuerpo ni puedo arrojar en un mar cualquiera mi alma. Cada vez que me aproximo a un espejo vuelvo a ver mi pálido y delgado rostro, con la boca semiabierta como sedienta de viento o hambrienta de presas, con los cabellos enmarañados y volubles como los de un salvaje, con los ojos color castaño crepuscular, en cuyo centro se abren las grandes pupilas negras como madrigueras de serpientes.
Y cada vez que paso revista a mi espíritu encuentro los queridos pero habituales conocidos: rostros que ríen burlonamente con desesperada ternura, rostros que lloran con algo de vergüenza, rostros misteriosos ocultos por mechones de cabellos muy negros, y a lo lejos ecos de estribillos rossinianos y de argucias de Diderot, de sinfonías beethovenianas y de versos de Lapo Gianni, de arias de Scarlatti y de apotegmas de Berkeley, cadencias de flautas que acompañan la danza de frívolas mujeres blancas, estruendos de órganos bajo grandes mosaicos de oro y violeta, y procesiones de patricios con vestiduras moradas a través de grandes salas, vacías y poco iluminadas.
Y muchas otras cosas encuentro y vuelvo a hallar en el alma que me fue tan querida, y que nutría con tanta abundancia y adornaba con tanto fasto. Pero es siempre mi alma: algo de lo que fue habita todavía en ella y nadie podrá afirmar que no haya estado allí nunca.
¿Quién me enseñará, pues, entre estos hombres amantes de los hogares y de las flores secas, a liberarme de mi cuerpo y de mi alma? ¿Quién podrá hacer de modo que yo no sea más yo, que me trasmute en otro, que ni siquiera pueda recordar al que soy ahora? ¿Quién puede, hombre o demonio, darme lo que pido con toda la desesperación de mi alma furiosa contra sí misma? Un viejo demonio, hace poco, me sugirió brincando un viejo método: matarme. Pero no tengo ninguna fe en ese demonio. Lo conozco desde hace poco y tengo motivo para creer que está de acuerdo con sepultureros y grabadores con epitafios, ya que lo he visto muchas veces merodear en torno de los cementerios. Y por otra parte, ¿de qué serviría? No tengo ninguna gana de aniquilarme, de cesar de vivir. Yo quiero ser, pero ser otra cosa; quiero vivir todavía, pero vivir otra vida. No tengo ninguna simpatía por el suicidio. Nunca quise demasiado a ese pobre diablo de Werther, que se mató por no haber encontrado una segunda muñeca rubia, y de ningún modo estimo a sus imitadores, que en general son todavía más deprimentes que aquel desgraciado sentimental de provincia alemana. Las pistolas, con sus caños relucientes que se adelantan estúpidamente en el aire, me parecen inútiles como instrumentos de laboratorio: el veneno me aburre, incluso en las novelas inglesas de intriga italiana, y en cuanto a la horca, la creo apenas digna del más harapiento de mis enemigos.
No tengo, pues, ninguna gana de no ser, pero sí una desesperada y prepotente voluntad de ser de otro modo, de ser otro. Y tengo también un desesperado deseo de no ser lo que soy, porque soy de tal manera que quiero lo que no podré tener nunca. Yo quiero no ser yo, porque sé que no podré nunca no ser yo.
He aquí que he llegado al absurdo. He aquí que he llegado al momento en que ninguno puede saber lo que yo digo y lo que quiero. Ninguno sabrá jamás lo que está en mí en estos terribles momentos. Ninguno, justamente ninguno: ni siquiera el más fino, el más psicólogo, el más stendhaliano de mis demonios familiares.
Él está aquí, a mi lado. Su cara está más roja, más hinchada que de costumbre y bajo su gorro de piel de lobo sus ojos entrecerrados y astutísimos me miran con una calma embarazosa. Ha visto lo que escribo y ha sonreído muchas veces con satisfacción indescriptible. Y ahora, en este momento, me dice con voz sarcásticamente acariciante: “Acuérdate, amigo, de aquel médico que buscaba a la mula mientras la cabalgaba. Esta noche te pareces a él. Anhelas ser otro. Pero quien tiene un deseo que nadie ha tenido, se encuentra ya, frente a los demás hombres, en el mejor camino para no ser lo que es. Y tú estás en este caso, miedoso y excelente amigo. Te hallas en el umbral de tu alma y quizás ¿-quién lo sabe?—, quizás salgas de ella si no tienes demasiado temor de la oscuridad que hay afuera.”
Y una vez pronunciadas estas palabras se fue a paso rápido, dejando en mi cuarto como un vago olor a incienso.
Jorge Luis Borges le dedicó a este cuento, las siguientes palabras, a modo de prólogo:
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Giovanni Papini |
Si alguien en este siglo es equiparable al egipcio Proteo, ese alguien es Giovanni Papini, que alguna vez firmó Gian Falco, historiador de la literatura y poeta, pragmatista y romántico, ateo y después teólogo. No sabemos cuál es su cara, porque fueron muchas sus máscaras. Hablar de máscaras es quizá una injusticia. Papini, a lo largo de su larga vida, puede haber sostenido sinceramente doctrinas antagónicas. (Recordemos, al pasar, el destino análogo de Lugones.) Hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papiní, en la polémica, solía ser sonoro y enfático. Negó al Decamerón y negó a Hamlet.
Nació en Florencia en 1881. Según sus biógrafos, era de modesto linaje, pero haber nacido en Florencia es haber heredado, más allá de los dudosos árboles genealógicos, una admirable tradición secular. Fue un lector hedonista, siempre lo movió la dicha de leer, no un apremio de exámenes. El primer objeto de su atención fue la filosofía. Tradujo y comentó libros de Bergson, de Schopenhauer y de Berkeley. Schopenhauer habla de la esencia onírica de la vida, para Berkeley, la historia universal es un largo sueño de Dios, que la crea y percibe infinitamente. Tales conceptos no fueron meras abstracciones para Papini. A su luz compuso los cuentos que integran este libro. Datan de principios de siglo.
En 1912 publicó El crepúsculo de los dioses, título que es una variación del Crepúsculo de los ídolos de Níetzsche, título que es una variación del Crepúsculo de los dioses del primer canto de la Edda Mayor. Pasó del idealismo a un pragmatismo que definió como psicológico y mágico y que no era del todo el de William James. Años después lo invocaría para justificar el fascismo. Su melancólica autobiografía Un uorno finito apareció en 1913. Sus libros más famosos -Historia de Cristo, Gog, Dante vivo, El diablo- fueron escritos para ser obras maestras, género que requiere cierta inocencia de parte del autor.
En 1921 se convirtió, no sin alguna publicidad, a la fe católica. Murió en Florencia en 1956.
Yo tendría diez años cuando leí, en una mala traducción española, Lo trágico cotidiano y El piloto ciego. Otras lecturas los borraron. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz. El olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Hacia 1969, compuse en Cambridge la historia fantástica El otro. Atónito y agradecido, compruebo ahora que esa historia repite el argumento de Dos imágenes en un estanque, fábula que incluye este libro.