martes, 13 de agosto de 2013
F. Nietzsche.- Prólogo de "La gaya ciencia" (Fragmentos)
-continuamente tenemos que parir nuestro pensamientos desde nuestro dolor, y compartir maternalmente con ellos todo cuanto hay en nosotros de sangre, corazón, fuego, placer, pasión, tormento, conciencia, destino, fatalidad. Vivir -eso significa, para nosotros trasformar continuamente todo lo que somos en luz y en llama, también todo lo que nos hiere: no podemos actuar de otra manera.(...)
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Sólo el gran dolor, aquel largo y lento dolor que se toma tiempo, en el que nos quemamos por así decirlo, como una madera verde, nos obliga a los filósofos a ascender hasta nuestra última profundidad y a apartar de nosotros toda confianza, toda benignidad, encubrimiento, clemencia, medianía, entre las que previamente habíamos asentado tal vez nuestra humanidad. Dudo si un dolor de este tipo “mejora”; pero sé que nos profundiza. Ya sea que aprendamos a contraponerle nuestro orgullo, nuestra burla, nuestra fuerza de voluntad, y que hagamos como aquel indio que, por grave que fuese la tortura, se resarcía ante su torturador mediante la maldad de su lengua, ya sea que ante el dolor nos retraigamos en aquella nada oriental - se la llama nirvana -, en el mudo ciego, sordo resignarse, olvidarse, extinguirse a sí mismo: de tales largos y peligrosos ejercicios de dominio sobre si mismo se sale convertido en oro hombre, con algunos signos de interrogación más y sobre todo, de ahora en adelante, con la voluntad de preguntar más, más profunda, rigurosa, dura, malvada, tranquilamente que lo que hasta entonces se había preguntado. Se acabó la confianza en la vida: la vida misma se convirtió en problema. ¡Pero no se crea que con esto uno se ha convertido necesariamente en un melancólico! Incluso todavía es posible el amor a la vida -sólo que se ama de otra manera. Es el amor a una mujer que nos hace dudar...
...de tales abismos, de esa grave y larga enfermedad, también de la larga enfermedad que es la grave sospecha se regresa como recién nacido, desollado, más susceptible, más maligno, con su gusto más delicado para la alegría, con una lengua más tierna para todas las cosas buenas, con sentidos más alborozados, con una segunda inocencia más peligrosa en la alegría, más infantiles a la vez, y cien veces más refinados que todo lo que jamás se fue antes.
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¡No, si nosotros los convalecientes requerimos todavía de un arte, ése es otro arte - un arte burlón, ligero, fugaz, divinamente despreocupado, divinamente artístico, que arde como llama resplandeciente en un cielo sin nubes! Por sobre todo: ¡un arte para artistas, sólo para artistas! A la postre, conocemos mejor aquello para lo cual se requiere, en primer término, que haga falta: ¡la alegría, toda alegría, amigos míos!
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Ya no creemos que la verdad siga siendo verdad cuando se le descorren los velos; hemos vivido suficiente como para creer en esto. Hoy consideramos como un asunto de decencia el no querer verlo todo desnudo, no querer estar presente en todas partes, no querer entenderlo ni “saberlo” todo. “¿Es verdad que el amado Dios está presente en todas partes?”, preguntó una niña pequeña a su madre: “pero eso lo encuentro indecente” - ¡una señal para los filósofos! Se debería respetar más el pudor con que la naturaleza se ha ocultado detrás de enigmas e inseguridades multicolores
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¡Oh, estos griegos! Ellos sabían cómo vivir: para eso hace falta quedarse valientemente de pie ante la superficie, el pliegue, la piel, venerar la apariencia. Los griegos eran superficiales - ¡por ser profundos! ¿Y no retrocedemos precisamente por eso, nosotros los temerarios del espíritu que hemos escalado las más altas y peligrosas cumbres del pensamiento actual y que desde allí hemos mirado en torno nuestro, que desde allí hemos mirado hacia abajo? ¿No somos precisamente por eso - griegos? ¿Adoradores de las formas, de los sonidos, de las palabras? ¿Precisamente por eso - artistas?
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