"Había pasado más de un año desde la última aparición en público de Nijinsky, y los balletómanos, habiendo catado el «manjar de los dioses», lo añoraban. El anuncio de que Vaslav Nijinsky daría un recital para doscientos invitados a beneficio de la Cruz Roja en un hotel de St. Moritz, les hizo acudir expectantes. Allí estaban mirando el escenario donde el coloso, tras decir a la pianista Bertha Gelbar “ya ordenaré en su momento qué debe tocar” espeta a los perplejos asistentes: «Les voy a mostrar cómo vivimos, cómo sufrimos y creamos los artistas». Sentándose en una silla frente a la audiencia, quedó mirándoles fijamente. Pasaron minutos, y minutos... y media hora. El público, inmóvil, como hipnotizado. Luego cada cual ha dado su versión de esta escena, pero allí siguieron, como los admiradores del atuendo del rey del cuento, paladeando aquella nueva exquisitez estética, minuto a minuto, sin saber qué pensar, pero no atreviéndose a mostrarlo, no fueran a creer que no entendían al genio.
Al fin Romola Nijinsky, a la que al salir de casa, él había dicho: «¡Silencio!, esto es mi matrimonio con Dios!», asustada v llorosa, hizo una señal a la pianista para que tocase algo, y Bertha inició las Sílfides y luego unos compases de El espectro de la rosa, sin que se modificase la actitud estatuaria del bailarín. Acercándose a su esposo, le murmura: «Por favor, comienza, baila las Sílfides». Responde él secamente: «¡Cómo te atreves a importunarme!, no soy una máquina, bailaré cuando sienta que debo hacerlo». Seguimos el relato de la atribulada esposa: «Nunca me había hablado así Vaslav, y ¡delante de toda esa gente! No pude soportarlo y abandoné el cuarto conteniendo las lágrimas. Me siguieron mi hermana y Asseo (el esposo de la pianista). "¿Qué pasa? ¿Qué le ocurre a Nijinsky?" “No sé. Tengo que llevármelo a casa. ¿Qué creéis que podemos hacer?" Entramos de nuevo. Vaslav está bailando; gloriosamente, pero de modo aterrador. Cogió unas piezas de terciopelo blanco y púrpura y desenrollándolas hizo una gran cruz en el suelo. Se colocó en su cabeza, con los brazos extendidos, como una cruz viviente. Dijo: "Ahora voy a bailar la guerra, con sus padecimientos, su destrucción, sus muertes." Era terrible.
Vaslav seguía bailando, tan brillantemente, con tanta belleza como siempre, pero era diferente Parecía inundar la estancia con el sufrimiento de la humanidad. Era trágico; sus gestos, todos monumentales, y nos sugestionó de tal modo que casi le vimos flotar sobre cadáveres. El público, sin aliento, horrorizado y al mismo tiempo extrañamente fascinado. Parecían petrificados. Sentíamos a Vaslav como a una criatura sobrepoderosa llena de fuerza dominadora, como un tigre arrancado de la jungla, que nos podía destruir a todos. Y estaba bailando y bailando, girando en el espacio, arrastrando al auditorio con él a la guerra, a la destrucción, enfrentándoles con el sufrimiento y el horror, luchando con sus músculos de acero, su agilidad, su velocidad de relámpago, su carácter etéreo, intentando escapar del fin inevitable. Era la danza de la vida contra la muerte.»
Nijinsky y Romola en 1916 |
Ésta es la versión de Romola, no imparcial precisamente, pero la valoración del impacto emocional y de la excelsa condición estética de la parte danzada de la sesión es unánime en todos los relatos de los espectadores. También coincide con el carácter de extrema capacidad de irradiación sentimental que siempre había tipificado a Nijinsky. Es el 19 de enero de 1919. Nijinsky, que morirá a los 62 años, y entonces tiene 31, ha bailado por última vez.
Romola pregunta por el «mejor» psiquiatra y le recomiendan a Ernst Bleuler, que trabaja en Zurich. Primero lo visita ella. Una entrevista de dos horas (¡pobre Bleuler!) en que aturdiría al médico con su verborrea desfiguradora de la realidad; el profesor la tranquiliza. Al día siguiente, tras una entrevista de sólo diez minutos con Nijinsky, Bleuler tiene que decir a Romola: «Hija mía, debe usted ser valiente. Hay que separar inmediatamente a la niña (Kyra, la hija adorada, y entonces única de Nijinsky), y le conviene tramitar el divorcio. Por desgracia, no puedo hacer nada. Su marido es un alienado incurable. Lamento ser tan brutal, pero tengo que salvarla a usted y a la niña. Dos vidas. Por él no podemos hacer nada.» Romola, aturdida por el golpe, va en busca de Vaslav. Éste, que aguarda en la sala de espera, la recibe con una melancólica sonrisa. «Fremmka (como familiarmente llamaba a su esposa), me traes la sentencia de muerte, ¿no es cierto?».
Romola decidió no divorciarse ni llevar a Nijinsky al hospital, contra el consejo de su madre, pero ésta actúa independientemente, y mientras lleva de paseo a Romola, «... Nijinsky estaba en la cama esperando el desayuno. Llegó la ambulancia de la policía, mientras los bomberos rodeaban el hotel Baur en Ville para impedir que Vaslav saltase por la ventana... Los siguió dócilmente al hospital, donde quedó en la sala común con otros treinta pacientes. De la impresión tuvo el primer ataque catatónico"
Nijinsky y Romola pocos años antes de la muerte del bailarin. |
El relato de este último canto del cisne de Nijinsky aparece en la obra "Locos egregios" del Doctor Juan Antonio Vallejo-Nágera y se encuentra fielmente inspirado en el relato que de aquellos momentos hizo Romola Nijinsky, la esposa del bailarín. Añadir que Romola, que en principio se casó deslumbrada por el genio y el tren de vida que podía llevar a su lado, no se divorció de su marido una vez este cayó enfermo de esquizofrenia, una enfermedad que entonces no tenía cura, muy al contrario, permaneció cuidándole durante toda su larga muerte en vida, mas de treinta años en los que escaseaba el dinero para proporcionar los cuidados adecuados al bailarín y en los que este apenas hablaba, sufría frecuentes alucinaciones o se negaba a comer; ni tan siguiera ver un ballet lo sacaba de su ensimismamiento. Hubo momentos en los que Romola hubo de aceptar la ayuda económica de los bailarines que siguieron la senda abierta por su idolatrado Nijinsky, tanto en el estrellato del mundo de la danza y los Ballets Rusos como en el corazón de Diaghilev, los sensacionales Dolin, Liffar o Balanchine, que si bien eran soberbios en su arte, jamás pudieron alcanzar las cotas alcanzadas por el Mujik loco, el gran Nijinsky.