Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer.
Todo está al alcance de la mano, las peores circunstancias materiales parecen excelentes. Luzca el sol o esté negro el cielo, siempre seguiremos adelante, jamás dormiremos.
Pero no se llega muy lejos a lo largo de este camino; y no se trata solamente de una cuestión de distancia. Las amenazas se acumulan, se cede, se renuncia a una parte del terreno que se debía conquistar. Aquella imaginación que no reconocía límite alguno ya no puede ejercerse sino dentro de los límites fijados por las leyes de un utilitarismo convencional; la imaginación no puede cumplir mucho tiempo esta función subordinada, y cuando alcanza aproximadamente la edad de veinte años prefiere, por lo general, abandonar al hombre a su destino de tinieblas.
Pero si más tarde el hombre, fuese por lo que fuere, intenta enmendarse al sentir que poco a poco van desapareciendo todas las razones para vivir, al ver que se ha convertido en un ser incapaz de estar a la altura de una situación excepcional, cual la del amor, difícilmente logrará su propósito.
Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.
Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme. Me parece justo y bueno mantener indefinidamente este viejo fanatismo humano. Sin duda alguna, se basa en mi única aspiración legítima. Pese a tantas y tantas desgracias como hemos heredado, es preciso reconocer que se nos ha legado una libertad espiritual suma. A nosotros corresponde utilizarla sabiamente. Reducir la imaginación a la esclavitud, cuando a pesar de todo quedará esclavizada en virtud de aquello que con grosero criterio se denomina felicidad, es despojar a cuanto uno encuentra en lo más hondo de sí mismo del derecho a la suprema justicia. Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más). ¿En qué punto comienza la imaginación a ser perniciosa y en qué punto deja de existir la seguridad del espíritu? ¿Para el espíritu, acaso la posibilidad de errar no es sino una contingencia del bien?
Queda la locura, la locura que solemos recluir, como muy bien se ha dicho. Esta locura o la otra... Todos sabemos que los locos son internados en méritos de un reducido número de actos reprobables, y que, en la ausencia de estos actos, su libertad (y la parte visible de su libertad) no sería puesta en tela de juicio. Estoy plenamente dispuesto a reconocer que los locos son, en cierta medida, víctimas de su imaginación, en el sentido que ésta le induce quebrantar ciertas reglas, reglas cuya transgresión define la calidad de loco, lo cual todo ser humano ha de procurar saber por su propio bien. Sin embargo, la profunda indiferencia de los locos dan muestra con respecto a la crítica de que les hacemos objeto, por no hablar ya de las diversas correcciones que les infligimos, permite suponer que su imaginación les proporciona grandes consuelos, que gozan de su delirio lo suficiente para soportar que tan sólo tenga validez para ellos. Y, en realidad, las alucinaciones, las visiones, etcétera, no son una fuente de placer despreciable. La sensualidad más culta goza con ella, y me consta que muchas noches acariciaría con gusto aquella linda mano que, en las últimas páginas de L”Intelligence, de Taine, se entrega a tan curiosas fechorías. Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía. Para poder descubrir América, Colón tuvo que iniciar el viaje en compañía de locos. Y ahora podéis ver que aquella locura dio frutos reales y duraderos.
No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación.
Tan sólo la imaginación me permite llegar a saber lo que puede llegar a ser, y esto basta para mitigar un poco su terrible condena; y esto basta también para que me abandone a ella, sin miedo al engaño (como si pudiéramos engañarnos todavía más).
Me pasaría la vida entera dedicado a provocar las confidencias de los locos. Son como la gente de escrupulosa honradez, cuya inocencia tan sólo se pude comparar a la mía.
A fin de proceder a aislar los elementos esenciales, M. Paul Valéry propuso recientemente la formación de una antología en la que se reuniera el mayor número posible de novelas primerizas cuya insensatez esperaba alcanzase altas cimas.
Todavía vivimos bajo el imperio de la lógica, y precisamente a eso quería llegar. Sin embargo, en nuestros días, los procedimientos lógicos tan sólo se aplican a la resolución de problemas de interés secundario.
Con toda justificación, Freud ha proyectado su labor crítica sobre los sueños, ya que, efectivamente, es inadmisible que esta importante parte de la actividad psíquica haya merecido, por el momento, tan escasa atención.
El espíritu del hombre que sueña queda plenamente satisfecho con lo que sueña. La angustiante incógnita de la posibilidad deja de formularse. Mata, vuela más de prisa, ama cuanto quieras. Y si mueres, ¿acaso no tienes la certeza de despertar entre los muertos? Déjate llevar, los acontecimientos no toleran que los difieras. Careces de nombre. Todo es de una facilidad preciosa.
Me pregunto qué razón, razón muy superior a la otra, confiere al sueño este aire de naturalidad, y me induce a acoger sin reservas una multitud de episodios cuya rareza me deja anonadado, ahora, en el momento en que escribo. Sin embargo, he de creer el testimonio de mi vista, de mis oídos; aquel día tan hermoso existió, y aquel animal habló.
La dureza del despertar del hombre, lo súbito de la ruptura del encanto, se debe a que se le ha inducido ha formarse una débil idea de lo que es la expiación.
El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía. La lleva en sí la perfecta compensación de las miserias que padecemos. Y también puede actuar como ordenadora, por poco que uno se preocupe, bajo los efectos de una decepción menos íntima, de tomársela a lo trágico. ¡Se acercan los tiempos en que la poesía decretará la muerte del dinero, y ella sola romperá en pan del cielo para la tierra! Habrá aún asambleas en las plazas públicas, y movimientos en los que uno habría pensado en tomar parte. ¡Adiós absurdas selecciones, sueños de vorágine, rivalidades, largas esperas, fuga de las estaciones, artificial orden de las ideas, pendiente del peligro, tiempo omnipresente! Preocupémonos tan sólo de practicar la poesía. ¿Acaso no somos nosotros, los que ya vivimos de la poesía, quienes debemos hacer prevalecer aquello que consideramos nuestra más vasta argumentación.
Swift es surrealista en la maldad.
Sade es surrealista en el sadismo.
Chateaubriand es surrealista en el exotismo. Constant es surrealista en política.
Hugo es surrealista cuando no es tonto.
Desbordes-Valmore es surrealista en el amor.
Bertrand es surrealista en el pasado.
Rabbe es surrealista en la muerte.
Poe es surrealista en la aventura.
Baudelaire es surrealista en la moral.
Rimbaud es surrealista en la vida práctica y en todo.
Mallarmé es surrealista en la confidencia.
Jarry es surrealista en la absenta.
Nouveau es surrealista en el beso.
Saínt-Pol-Roux es surrealista en los símbolos. Fargue es surrealista en la atmósfera.
Vaché es surrealista en mí.
Reverdy es surrealista en sí.
Saint-John Perse es surrealista a distancia.
Roussel es surrealista en la anécdota.
Etcétera.
El surrealismo os introducirá en la muerte, que es una sociedad secreta. Os enguantará la mano, sepultando allí la profunda M con que comienza la palabra Memoria. No olvidéis tomar felices disposiciones testamentarias: en cuanto a mí respecta, exijo que me lleven al cementerio en un camión de mudanzas. Que mis amigos destruyan hasta el último ejemplar de la edición de Discurso sobre la Escasez de Realidad.
El idioma ha sido dado al hombre para que lo use de manera surrealista. En la medida en que al hombre es indispensable hacerse comprender, consigue expresarse mejor o peor, y con ello asegurar el ejercicio de ciertas funciones consideradas como las más primarias. Hablar o escribir una carta no presenta verdaderas dificultades siempre que el hombre no se proponga una finalidad superior a las que se encuentran en un término medio, es decir, siempre que se limite a conversar (por el placer de conversar) con cualquier otra persona. En estos casos, el hombre no sufre ansiedad alguna en lo que respecta a las palabras que ha de pronunciar, ni a la frase que seguirá a la que acaba de pronunciar. A una pregunta muy sencilla será capaz de contestar sin la menor vacilación. Si no está afecto de tics, adquiridos en el trato con los demás, el hombre puede pronunciarse espontáneamente sobre cierto reducido número de temas; y para hacer esto no tiene ninguna necesidad de devanarse los sesos, ni de plantearse problemas previos de ningún género. ¿Y quién habrá podido hacerle creer que esta facultad de primera intención tan sólo le perjudica cuando se propone entablar relaciones verbales de naturaleza más compleja? No hay ningún tema cuyo tratamiento le impida hablar y escribir generosamente. Los actos de escucharse y leerse a uno mismo sólo tienen el efecto de obstaculizar lo oculto, el admirable recurso. No, no, no tengo ninguna necesidad urgente decom prend erme (¡Basta! ¡Siempre me comprenderé!). Si tal o cual frase mía me produce de momento una ligera decepción, confío en que la frase siguiente enmendará los yerros, y me cuido muy mucho de no volverla a escribir, ni corregirla. Unicamente la menor falta de aliento puede serme fatal. Las palabras, los grupos de palabras que se suceden practican entre sí la más intensa solidaridad. No es función mía favorecer a unas en perjuicio de las otras. La solución debe correr a cargo de una maravillosa compensación, y esta compensación siempre se produce.
Han hecho profesión de fe de SURREALISMO ABSOLUTO, los siguientes señores: Aragon, Baron, Boiffard, Breton, Carrive, Crevel, Delteil, Desnos, Eluard, Gérard, Limbour, Malkine, Morise, Naville, Noll, Péret, Picon, Soupault, Vitrac
Imagen: Salvador Dalí
¡¡Sublimes tus palabras!! Creo que todavía ni si quiera la educación ha logrado censurar mi imaginación. Yo también gozo con mi delirio, me ha encantado la entrada.
ResponderEliminar"No será el miedo a la locura lo que nos obligue a bajar la bandera de la imaginación."