martes, 13 de noviembre de 2012
Hermann Hesse.- Confesiones de un escritor (1929)
En nuestro tiempo el escritor, como expresión más pura del hombre espiritual, se encuentra empujado por el mundo de las máquinas y el mundo del ajetreo intelectual a un espacio sin aire, condenado a la asfixia. Porque el escritor es precisamente el representante y defensor de esas fuerzas y necesidades del hombre a las que nuestro tiempo ha declarado fanáticamente la guerra.
Echarle la culpa a nuestro tiempo sería una necedad. Este tiempo no es mejor ni peor que otros. Es el cielo para el que puede compartir sus metas e ideales, y el infierno para el que tiene que luchar contra ellos. Es decir, que para nosotros los escritores, es un infierno. Si el escritor quiere ser fiel a su origen y a su vocación, no debe sumarse ni al mundo triunfalista del dominio sobre la vida a través de la industria y la organización, ni al mundo de espiritualidad racionalizada que impera hoy en nuestras universidades. Y como la única misión del escritor es ser siervo, defensor y caballero del alma, en el momento actual se ve condenado a una soledad y a un sufrimiento que no todo el mundo es capaz de soportar. Europa tiene actualmente muy pocos escritores y todos ellos tienen algo trágico, incluso quijotesco. En cambio, abundan esos "escritores" que el lector burgués ama y que con talento y buen gusto glorifican siempre los ideales y las metas que figuran en el programa del burgués: hoy la guerra, mañana el pacifismo, etc.
Sin embargo, muchos de los que pueden llamarse realmente "escritores" perecen en silencio en el vacío de este infierno. Otros asumen el infortunio, lo aceptan, se someten al destino y no se rebelan contra él cuando ven que la corona que otros tiempos reservaban al escritor se ha convertido en corona de espinas. Mi amor está con esos escritores, los admiro y amo, quiero ser su hermano. Sufrimos – pero no para protestar y denostar. Nos ahogamos en el aire irrespirable del mundo de las máquinas y de la miseria bárbara que nos rodea, pero no nos aislamos del conjunto, aceptamos la asfixia y el sufrimiento, como nuestra parte en el destino del mundo, como nuestra misión, como nuestra prueba. No creemos en ningún ideal de este tiempo, ni en el de los generales, ni en el de los bolcheviques, ni en el de los profesores, ni en el de los fabricantes. Pero creemos que el ser humano es inmortal y que su imagen puede recuperarse de cualquier deformación, que puede resurgir purificada de cualquier infierno. No pretendemos explicar nuestro tiempo ni mejorarlo, ni adoctrinarlo; tratamos de abrirlo una y otra vez al mundo de las imágenes y del alma, descubriendo nuestra propia miseria y nuestros sueños. Los sueños son a veces terribles pesadillas, las imágenes son a veces visiones espantosas – no debemos embellecerlas, ni taparlas con mentiras. Eso ya lo hacen los "escritores" amenos de los burgueses. No ocultamos que el alma de la humanidad está en peligro y cerca del abismo. Pero tampoco debemos ocultar que creemos en su inmortalidad.
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