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Francis Scott Fitzgerald y su esposa Zelda |
"Mi mujer y yo nos casamos en Nueva York en la primavera de 1920, durante la época en que los precios alcanzaron las cotas más altas que jamás haya conocido la humanidad. A la luz de los acontecimientos posteriores parece apropiado que nuestra andadura empezase en ese preciso momento de la historia. Acababa de recibir un cheque importante del cine y me sentía un tanto condescendiente con los millonarios que recorrían la Quinta Avenida en sus limusinas: y es que a mis ingresos les había dado por duplicarse todos los meses. Era cierto, llevaban varios meses así (en agosto del año anterior solo había ganado 35 dólares, mientras que aquel mes de abril iba ya por los 3000), y todo apuntaba a que seguirían siempre la misma tónica; al cabo del año alcanzarían el medio millón. Desde luego, tal y como estaban las cosas ahorrar parecía una pérdida de tiempo. Resolvimos, pues, mudarnos al hotel más caro de Nueva York con la intención de esperar allí sentados a acumular un dinerito para irnos de viaje al extranjero.
Para no alargarme diré que no llevábamos ni tres meses casados cuando un día descubro para mi horror que no me queda ni un dólar en el mundo mundial y al día siguiente hay que pagar la factura semanal del hotel por valor de 200 dólares.
Me acuerdo de los sentimientos encontrados que experimenté al salir del banco tras oír las nuevas.
-¿Qué pasa? - me preguntó mi mujer, angustiada, cuando me reuní con ella en la acera-. Tienes mala cara.
-No tengo mala cara -conteste alegremente-. Tengo cara de sorpresa, eso es todo. No nos queda dinero.
- No nos queda dinero - repitió con calma, y echamos a andar por la avenida en una especie de trance-. Bueno, pues vámonos a ver una peli -sugirió jovial.
Todo resulto tan apacible que no me vine abajo ni por un momento. El cajero ni siquiera había puesto cara de reproche. Había entrado y le había preguntado: "¿Cuánto dinero tengo?". Y él había consultado un mamotreto de libro y me había contestado: "Nada".
Eso había sido todo. No hubo ni malas palabras ni desaires. Y yo sabía que no había de que preocuparse. Me había convertido en un escritor de éxito, y cuando los escritores de éxito se quedan sin dinero lo único que tienen que hacer es tirar de chequera. Yo no era pobre; a mi no me la daban. La pobreza suponía estar deprimido, vivir en un cuartucho de un barrio perdido y comer del asador de pollos de la esquina, mientras que yo… ¡anda ya, era imposible que yo fuese pobre; vivía en el mejor hotel de Nueva York!
(…) Esta crisis en particular pasó a la mañana siguiente, cuando la revelación de que los editores a veces conceden anticipos por los derechos me hizo ir corriendo a ver al mío. La única lección que aprendí, por tanto fue que por lo general acababa sacando dinero de algún sitio cuando lo necesitaba y, en el peor de los casos, siempre podía pedirle prestado a alguien."
