lunes, 19 de agosto de 2013

La entrevista de Woody Allen a Groucho Marx



Ambos judíos. Ambos neoyorquinos. Amantes de la música. Nacidos por y para el humor. Parece claro que Woody Allen era el perfecto heredero. En una entrevista con Roger Ebert en 1973, Groucho dijo: “Dicen que Allen tiene algo de los Hermanos Marx. No tiene absolutamente nada. Quizás hace 20 años le inspirásemos. Hoy es original. El mejor, el más gracioso”. Por eso nos podemos imaginar la ilusión que le hizo a Woody Allen cuando tuvo la suerte de poder conocer a su ídolo. Es más, tuvo la oportunidad de hacerle una entrevista. Ocurrió en 1973 para el maravilloso libro que escribió Charlotte Chandler Hello I must be going. Ella misma introduce el encuentro.

Woody Allen entrevistó a Groucho para mí en una fría tarde de febrero en Nueva York en 1973. Groucho se hospedaba en el Pierre Hotel, conocido por la privacidad que ofrece a sus clientes. Woody vestía unos vaqueros, un jersey antiguo, unos zapatos de salón, un sombrero calado y su abrigo de Sueños de un seductor cuando llegó al lobby del hotel. Llegó con retraso por culpa de un recepcionista precavido que le entretuvo hasta que pudo demostrar con certeza que realmente el Señor Marx le estaba esperando.

Al enterarse de que Woody iba de camino a su habitación, Groucho exclamó: “Estoy loco por él”. Cuando Woody entró en la Suite las primeras palabras de Groucho fueron: “He aquí un hombre gracioso”. Paradójicamente, Woody Allen era una de las pocas personas que no trataba de hacerse el gracioso cuando veía a Groucho. En esta ocasión, el comportamiento de Woody estaba condicionado por la tarea de entrevistar a Groucho que afrontó con la mayor seriedad posible.

Para Groucho, Woody Allen era “un hombre muy gracioso” – no estaba mal viniendo de alguien dado a subestimar. A esto, un Groucho completamente serio añadiría: “Es un genio”.

Groucho resumió su relación con Woody de la siguiente manera: “Creo que él es genial y él piensa que yo lo soy. Así que nos llevamos bien”.

Podemos imaginarnos a Charlotte, atónita, junto a dos de los grandes genios del humor del siglo XX divagando sobre las cosas más banales, como el tiempo y su implicación en la vejez. Woody incluso le pregunta si alguna vez ha visto una película pornográfica, a lo que Groucho responde: “No. No estoy interesado. He visto a chicas desnudas”.

Charlaron de ídolos comunes como Chaplin, del que ambos coinciden en que por esos tiempos ya no era gracioso. Groucho recuerda cómo le conoció: “Pues verá, mis hermanos y yo estábamos actuando en Canadá y Chaplin también. Trabajaba en un número llamado A night at the club. Era una representación muy divertida. Recuerdo que participaba una viuda que solía cantar y, mientras lo hacía, Chaplin masticaba una manzana y le escupía las pepitas a la cara. Era el tipo de comedia que él hacía hace 60 años. Mis hermanos eran jugadores de billar, no profesionales pero bastante buenos. El caso es que un día que estábamos en Winnipeg, mis hermanos se fueron a buscar unos billares donde matar tres horas antes de salir para la costa. Dado que yo no jugaba al billar, que no juego a las cartas ni hago apuestas, y sólo fumo ocasionalmente, justo lo suficiente para toser, me fui a dar un paseo y pasé ante un teatro cochambroso, el Sullivan-Considine. Oí una carcajada estruendosa, así que pagué mis 10 centavos y entré. Fue lo mejor que he visto en mi vida”. Tras recordar más historietas con Chaplin y cómo terminaron siendo amigos, Groucho reconoce que solían ir juntos a casas de putas.

Hablaron de muchos más humoristas, como Buster Keaton, Harold Lloyd o Jacques Tati, dando su más sincera opinión sobre cada uno de ellos. Juntos llegan a la conclusión de que el cine cómico ya no es lo que era. “Salvándote a ti, ya no quedan más comediantes” dice Groucho. “Por alguna extraña razón la gente ya no hace más comedias”, insistió Allen. “Son difíciles de hacer” sentenció Groucho y añade:”puede que el día de los comediantes haya acabado, excepto para ti”. Uno de los mejores momentos de la entrevista es cuando Allen pregunta a Groucho si los Hermanos Marx podrían haber sido graciosos haciendo películas mudas:

Woody Allen: ¿Crees que vosotros (los Hermanos Marx) podríais haber sido graciosos en el cine mudo?

Groucho Marx: En primer lugar, Harpo no hablaba en nuestras películas.

Woody Allen: Eso es cierto.

Groucho Marx: Y Chico no hablaba si podía encontrar una dama.

Woody Allen: Um-hmm.

Groucho Marx: Así que el único que hablaba era yo.

Woody Allen: Bueno, tú eras el más importante de las películas. ¿Así que crees que si Mack Sennett hubiese querido que hicieseis películas mudas, habrías estado gracioso?

Groucho Marx: Hicimos una película muda. La peor que se ha hecho en toda la historia.

Woody Allen: ¿Cuándo?

Groucho Marx: Sobre 1921. Pusimos 1000 dólares cada uno y la rodamos en Nueva Jersey. Lo grabamos casi todo en una parcela desocupada al lado del teatro en el que estábamos actuando.

Woody Allen: ¿Cómo se llamó?

Groucho Marx: Humorisk. No recuerdo mucho sobre ella. Solo que yo era el villano y que la proyectamos una vez en una sesión infantil en el Bronx. Me encantaría poder encontrar una copia


Imagen: Woody Allen como Groucho, fotografiado por Irving Penn

John Steinbeck.- Al Este del Edén



Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos –es decir, cuando se abre paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad. Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.


Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente odiarla. Y de pronto –fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que iluminó su cerebro–, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía, los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre, sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.


El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la discusión y las tensiones silenciosas –y no tan silenciosas– que suelen madurar en las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás, puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de inmunidad.


Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.
El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los cachorros ciegos y por los recién nacidos.


Adam miraba, desde su cerebro retraído –a lo largo de los prolongados túneles de sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta de su estupidez; luego –tras la caída del dios– su padre le pareció el policía impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos, velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente, hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura eran cosas que estaban fuera de su comprensión.