sábado, 30 de marzo de 2013
Amour.- Michael Haneke. 2012
"Qué hermosa la vida... tan larga"
"Nada de esto merece ser mostrado"
Haneke nos muestra a la muerte trabajando. Y, como es dogma en su cine, lo hace sin máscaras sentimentales o estrategias de dulcificación. Desde el más aséptico de los realismos. La enfermedad visita a Anna paralizando la mitad de su cuerpo, saboteando su raciocinio, triturando su memoria... El trance de su adorada esposa enfrenta a George a la prueba de amor más extrema. Ella no quiere pasarlo en un hospital, y él se dedica en corazón y cuerpo a cuidarla. Dos seres desvalidos en comunión frente a las embestidas de la muerte.
Pero algo ha cambiado en el cine de Haneke. Es cierto que, como en toda su filmografía, sin duda una de las más valiosas y estimulantes del cine contemporáneo -convocando de manera combustible las estupefacciones y catarsis sociales que interesaron también a Pier Paolo Pasolini, a Ingmar Bergman, a Stanley Kubrick-, Amor se afana en violentar el confort de la burguesía con el retorno de la barbarie, enviándola a un primitivismo frente al que la sofisticación de la civilización occidental, por más que lo intente o lo enmascare, nada puede hacer. Pero el caos anímico al que es precipitada sin compasión la anciana pareja (y el espectador), encuentra esta vez alguna grieta por la que, como cantaba Leonard Cohen, pueda entrar la luz. Descubrimos no sin sorpresa que Haneke también lleva a un humanista bien adentro de sus entrañas, que en su cine caben, quién iba a decirlo, algo parecido a la piedad y al Amor en mayúsculas.
El tratamiento quirúrgico con que Haneke se aplica al relato apela constantemente a la conciencia del espectador, quien debe encontrar su posición ética frente a las imágenes, dado que la pátina de crudo, preciso realismo de la puesta en escena -tan aséptica y aparentemente neutral como acostumbra, pero de una calidez infrecuente en sus filmes- no deja apenas resquicios por donde escapar. La cámara-escalpelo de Haneke observa solo con aparente indiferencia el viaje a la nada desde el estricto enclaustramiento de la acción, los fogonazos de la última inspiración afectiva que los viejos amantes se brindan entre sí. Con precisión milimétrica, con un cálculo que, sabemos, será violentado, el amplio apartamento parisino en el que habitan encerrados dos cuerpos en tránsito final, se revela como el espacio alegórico de una existencia que se resigna a conjurar el último aliento de la vida. La hipnosis catártica sigue siendo ese as en la manga del señor Haneke que siempre nos altera. George encuentra el arrebato de la lucidez: no quiere ver cómo Anna, la mujer a la que ama, se desintegra hasta hacerse irreconocible. No amortajará a una mujer a la que ya no reconoce.
En su reciente, abismal ensayo póstumo Cuerpo a cuerpo. Radiografías del cine contemporáneo, Doménec Font glosa las excelencias del cine de Haneke sin olvidar que el autor de El vídeo de Benny (1992) es “un gélido moralista”, que sus películas son “como una experiencia de laboratorio”, un juego en el que “estamos todos condenados a ejercer el papel de víctimas”. Así lo simboliza el plano con el que arranca Amor -un patio de butacas ocupado por espectadores expectantes, filmado en plano frontal desde el escenario-, advirtiéndonos de que nadie está libre de la tragedia que acontecerá en la pantalla (y que resultará tan familiar para tantos espectadores), que todos estamos invitados a poner en suspenso las fugas de las imágenes fácilmente consumibles y digeribles. Uno quisiera dejar de mirar y no puede. El magnetismo que atraviesa las películas de Haneke, que no abandona su poética fría en torno al fuera de campo, se lo impide. Uno sin embargo encuentra la certeza, al final del trayecto, de que no volverá a visitar nunca más las agonías y los traumas que encierran las monumentales interpretaciones de Trintignant y Riva. La experiencia es tan devastadora que debe ser irrepetible.
Pareciera que Haneke parte del convencimiento de que la vida sobre el lienzo puede ser más real que la propia vida, el dolor puede arañar con la misma clase de inclemencia. Cuando el cine se conjuga en las manos de un maestro de la puesta en escena como es el autor de Código desconocido (2000) y Caché (2005), entonces traspasa sus simulacros, propone rupturas y gestos tan traumáticos y desestabilizadores como, en el fondo, artificiosos. Si en el cine de Haneke una partida de ping-pong convulsiona con violencia nuestra mirada con apenas la semántica del plano sostenido, de un corte que nunca llega -lo vimos en 71 fragmentos de una cronología del azar (1994)-, en Amor prevalece esa pulsión escópica (el permanente deseo de mirar) que nutre la ética y la estética de la filmografía del austriaco, donde voyeurismo y tensión van de la mano. Muñidor del terror cotidiano, de las catarsis más sobrecogedoras que el cine europeo nos ha ofrecido en los últimos veinte años, en Amor Haneke pone su manifiesta inteligencia creativa al servicio de una palabra y de un momento (un gesto) definitivos. La palabra es “compasión” (llamarlo misericordia sería demasiado) y el gesto obligará a cada espectador a emitir su particular juicio sobre lo que ha visto.
Es sintomático el modo en que uno de los debates centrales que plantea el filme -y que otras películas han colocado anteriormente en la superficie y el fondo de su “propósito social”- se ha ignorado casi por completo. Los mecanismos erosivos de la muerte se han filmado muchas veces en el pasado, pero muy pocas de forma tan seca y traumática. Nos acordamos de Gritos y susurros (1972, Ingmar Bergman), del perfume del espanto que segregan las líneas de La muerte de Iván Ilich (1886, León Tolstoi), que también podía olerse en el filme La muerte del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu, pero allí el director rumano describió el vía crucis de su protagonista como diagnóstico de la precaria atención social en su país. Había otra intención en juego. En su incesante llamada a la culpa y la conciencia de Occidente -que Amor concentra en la figura interpretada por Huppert-, Haneke dispara esta vez a la misma esencia del drama humano: el amor y la muerte. Aquello que nos hace tan perdurables como perecederos.
(Tomado mayormente de la critica de Carlos Reviriego para El Cultural. es)
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