martes, 18 de junio de 2013
R.L. Stevenson: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Fragmento final)
Desperté por la mañana tembloroso, débil, pero recuperado. Todavía odiaba y temía el pensamiento del bruto que dormía dentro de mí y, por supuesto, no había olvidado los abrumadores peligros del día anterior; pero estaba de nuevo en casa, en mi propia casa y cerca de mis drogas; y la gratitud por haber escapado brillaba tan fuerte en mi alma que casi rivalizaba con el brillo de la esperanza.
Estaba paseando tranquilamente por el patio después del desayuno, respirando con placer el aire frío, cuando se apoderaron nuevamente de mí aquellas indescriptibles sensaciones que presagiaban el cambio; y apenas tuve tiempo de llegar al refugio de mi gabinete antes de que estuviera de nuevo ardiendo y helándome con las pasiones de Hyde. En esta ocasión necesité una dosis doble para regresar a mí mismo; y sí, seis horas más tarde, mientras estaba sentado contemplando tristemente el fuego, los dolores regresaron, y tuve que volver a tomar la droga. En pocas palabras, a partir de aquel día pareció que sólo un gran esfuerzo como el de un gimnasta, y sólo bajo el inmediato estímulo de la droga, era capaz de mantener mi aspecto de Jekyll. A cada hora del día y de la noche me veía afectado por el estremecimiento premonitorio; sobre todo, si dormía, o incluso si me adormecía unos instantes en mi sillón, siempre era Hyde quien se despertaba. Bajo la tensión de esta amenaza constante y del insomnio al que ahora me veía condenado incluso más allá de lo que había creído posible para un hombre, me convertí, en mi propia persona, en una criatura devorada y vaciada por la fiebre, débil hasta la languidez tanto en cuerpo como en mente, y obsesionada por un único pensamiento: el horror de mi otro yo. Pero cuando dormía o la virtud de la droga se esfumaba, saltaba casi sin transición (porque los dolores de la transformación eran cada día menos señalados) a un delirio lleno de imágenes de terror, un alma ardiendo con odios sin causa, y un cuerpo que parecía no ser lo bastante fuerte para contener las ardientes energías de la vida. Los poderes de Hde parecían haber crecido con la debilidad de Jekyll. Y ciertamente el odio que los dividía ahora era igual a cada lado. Con Jekyll era una especie de instinto vital. Ahora había visto la total deformación de esa criatura que compartía con él algunos de los fenómenos de conciencia y que compartiría también la muerte; y más allá de esos vínculos, que constituían en sí mismos el lado más agudo de su aflicción, pensaba en Hyde, en todas las energías de su vida, como en algo no sólo infernal sino inorgánico. Esto era lo más impresionante; que le lodo del pozo parecía emitir gritos y voces, que el amorfo polvo gesticulaba y pecaba; que lo que estaba muerto y no tenía forma usurpaba las funciones de la vida. Y más aún, que el emergente horror estaba unido a él más que una esposa, más que un ojo; yacía enjaulado en su carne, donde lo oía murmurar y sentía su debatirse por nacer; y en cada hora de debilidad, y en la confianza de su sueño, prevalecía sobre él y le desposeía de la vida. El odio de Hyde hacia Jekyll era de un orden distinto. Su terror al cadalso lo empujaba constantemente a cometer suicidios temporales y a regresar a su estado subordinado como una parte en vez de como una persona; pero odiaba esa necesidad, odiaba aquel abatimiento en el que había caído Jekyll y se resentía del desagrado con el que era considerado. De ahí los trucos simiescos que me gastaba, garabateando blasfemias de mi puño y letra en las páginas de mis libros, quemando las cartas y destruyendo el retrato de mi padre; y de hecho, de no ser por su miedo a la muerte, se hubiera lanzado a la ruina con tal de implicarme a mí en ella. Pero su amor a la vida es prodigioso; voy más lejos aún: yo, que me pongo enfermo y me siento helado con sólo pensar en él, cuando recuerdo la abyección y la pasión de su apego a la vida, y cuando sé cómo teme mi poder para cortársela con el suicidio, descubro en lo más hondo de mi corazón que siento piedad por él.
Es inútil prolongar esta descripción, y además se me acaba el tiempo; baste decir que nadie antes ha sufrido nunca tales torturas; y sin embargo, incluso a ésas, la costumbre ha traído, no, no un alivio, sino una cierta insensibilidad del alma, una cierta aquiescencia de la desesperación; y mi castigo puede que se hubiera prolongado quizá durante años de no ser por la última calamidad que ha caído ahora sobre mí y que finalmente me ha desgajado de mi propio rostro y naturaleza. Mi provisión de las sales, que nunca renové desde la fecha del primer experimento, empieza a agotarse. He enviado en busca de una nueva provisión, y he mezclado la pócima; ha seguido la ebullición y el primer cambio de color, pero no el segundo; la he bebido y no ha hecho ningún efecto. Sabrá usted por Poole cómo he registrado todo Londres; fue en vano; y ahora estoy persuadido de que mi primera provisión era impura, y que fue precisamente esa desconocida impureza la que dio eficacia a la pócima.
Ha transcurrido una semana y estoy terminando esta declaración bajo la influencia de los últimos polvos antiguos. Ésta es, pues, la última vez, a menos que ocurra un milagro, que Henry Jekyll puede pensar sus propios pensamientos o ver su propio rostro (¡ahora tristemente alterado!) en el espejo. No debo retrasar mucho el poner punto final a mi escrito, porque si mi relato ha escapado hasta ahora a la destrucción, ha sido por una combinación de gran prudencia y mucha suerte. Si el cambio se produce en el acto de escribirlo, Hyde lo hará pedazos; pero si transcurre un cierto tiempo después de terminarlo, su asombroso egoísmo y su obcecación del momento probablemente lo salve de nuevo de la acción de su simiesco despecho. Y por supuesto, el destino que se cierne sobre nosotros ya lo ha cambiado y aplastado. Dentro de media hora, cuando me reintegre de nuevo y para siempre a su odiada personalidad, sé cómo me sentaré estremecido y llorando en mi sillón, o seguiré paseando arriba y abajo por esta estancia (mi último refugio en la tierra), en un arrebato de tensión y espanto, prestando oído a cualquier sonido amenazador. ¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿O hallará el valor de liberarse de su destino en el último momento? Sólo Dios lo sabe. A mí no me importa. Ésta es mi auténtica hora de la muerte, y lo que siga concierne a alguien distinto de mí. Así pues, mientras deposito la pluma y procedo a sellar mi confesión, pongo también fin a la vida de ese desdichado Henry Jekyll.
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