lunes, 19 de agosto de 2013
John Steinbeck.- Al Este del Edén
Cuando un niño comprende por primera vez a los adultos –es decir, cuando se abre paso por primera vez en su grave cabecita la idea de que los adultos no están dotados de una inteligencia divina, de que sus juicios no son siempre acertados, ni su pensamiento infalible, ni sus sentencias justas, su mundo se desmorona y la desolación se apodera de él. Los dioses han caído y ha desaparecido toda seguridad. Y además no caen un poquito, no, se destrozan y se hacen añicos, o bien se hunden en las profundidades del estiércol. Es una tarea muy fatigosa la de reconstruirlos; ya no vuelven a brillar jamás con su antiguo resplandor. Y el mundo infantil ya no vuelve a ser jamás un mundo seguro. Es una manera muy dolorosa de crecer.
Adam descubrió a su padre. No es que éste hubiera cambiado, sino que de pronto a Adam se le aclararon las ideas. Él siempre había detestado la disciplina, como todo animal normal haría, pero también se percató de que era justa, verdadera e inevitable como el sarampión, y de que no podía renegar de ella ni maldecirla; únicamente odiarla. Y de pronto –fue algo muy repentino, algo así como un relámpago que iluminó su cerebro–, Adam se dio cuenta de que, al menos, en lo que a él concernía, los métodos de su padre no se relacionaban con nada en el mundo, a no ser con su propio padre. Aquella técnica y aquel plan de entrenamiento no habían sido ideados para los muchachos sino solamente para hacer de Cyrus un gran hombre. Y a la luz del mismo súbito relámpago, Adam descubrió que su padre no era un gran hombre, sino un hombrecillo de una enorme voluntad y muy endurecido, que llevaba un voluminoso morrión de húsar. Es difícil precisar cuál fue la causa; ¿una mirada furtiva, una mentira descubierta, un momento de vacilación?, pero lo cierto es que el dios se hizo pedazos en aquella mente infantil.
El pequeño Adam siempre fue un niño obediente que rehuía la violencia, la discusión y las tensiones silenciosas –y no tan silenciosas– que suelen madurar en las casas. En su búsqueda de la tranquilidad procuraba evitar todo signo de violencia y de provocación; para ello se veía obligado a alejarse y a apartarse de los demás, puesto que en todo ser siempre hay alguna violencia latente. Recubría su vida con un velo de vaguedad, mientras que detrás de sus ojos tranquilos discurría una existencia rica y plena, lo cual no le protegía de los ataques, pero sí le concedía una especie de inmunidad.
Su hermanastro Charles, poco más de un año menor que él, crecía con el aplomo que caracterizaba a su padre. Charles era un atleta nato, poseía un ritmo y una coordinación instintiva de los movimientos, y estaba dotado de la voluntad de vencer propia del auténtico deportista, que es la llave del éxito en el mundo.
El joven Charles siempre ganaba a Adam en competiciones que requiriesen habilidad, fuerza o comprensión rápida, y lo hacía con tanta facilidad que pronto perdió todo interés por rivalizar con su hermano y tuvo que buscar sus adversarios entre los demás niños. Y poco a poco se fueron creando entre ambos unos lazos afectivos más parecidos a los que existen entre hermano y hermana que a los que debe haber entre hermanos del mismo sexo. Charles se peleaba con cualquier muchacho que desafiase o se burlase de Adam, y, por lo general, siempre solía ser él el vencedor. Protegía a Adam ante las reprimendas paternas, con mentiras e incluso echándose la culpa de acciones que él no había cometido. Charles sentía por su hermano el afecto que se suele tener por los seres indefensos y desamparados, por los cachorros ciegos y por los recién nacidos.
Adam miraba, desde su cerebro retraído –a lo largo de los prolongados túneles de sus ojos, a las personas que poblaban su mundo: su padre, que al principio era una fuerza natural provista de una sola pierna, que existía justamente para hacer que los pequeños se sintiesen todavía más pequeños y más estúpidos, y que se diesen cuenta de su estupidez; luego –tras la caída del dios– su padre le pareció el policía impuesto por nacimiento, el oficial a quien se podía engañar, o embaucar, pero jamás desafiar. Y al extremo de los largos túneles de sus ojos, Adam veía a su hermanastro Charles como a un brillante ser de otra especie, dotado de músculos y huesos, velocidad y viveza, situado en un plano muy superior, donde se le tenía que admirar del mismo modo que se admira el suave y felino peligro representado por un leopardo negro, sin que nunca se nos ocurra compararnos ni por casualidad con él. Pero tampoco se le habría ocurrido nunca convertir a su hermanastro en su confidente, hablarle de sus ansias, de sus grises sueños, de los planes y de los placeres silenciosos que yacían al fondo del túnel de sus ojos. Ello le hubiera parecido tan absurdo como confiar sus cuitas a un hermoso árbol o a un faisán en pleno vuelo. Adam estaba contento con Charles de la misma manera que una mujer está contenta con un gran diamante, y dependía de su hermano de la misma manera que una mujer depende del centelleo del diamante y de la seguridad que le da su valor; pero amor, afecto, ternura eran cosas que estaban fuera de su comprensión.
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