La (in)felicidad según Solondz
Todd Solondz (New Jersey-USA, 1959) escribió y dirigió al borde de los 40 años, su tercer largometraje, Happiness (1998), un guión acerca de las desventuras y deriva espiritual del americano medio que vive en los suburbios a finales del siglo pasado, temática recurrente en su filmografía, que ha dado otros 3 títulos más en los últimos 12 años, y que recibió el definitivo espaldarazo internacional de crítica y premios (Cannes).
Violación, suicidio, acoso, abandono, separación, … , sin orden de prelación, son las caras amargas de la misma moneda brutal que es la vida, esta (no) 'felicidad' según Solondz.
La película se estructura en un retrato coral donde ningún personaje se libra de culpa; los hay que, de forma activa, muestran al espectador su lado Jekyll, como el solitario oficinista y reprimido acosador telefónico (Philip Seymour Hoffman), el padre de familia médico-psiquiatra y pederasta (Dylan Baker), el amante despechado y suicida (Jon Lovitz), el taxista ruso ladrón, el marido jubilado (Ben Gazzara) que decide abandonar a su mujer, o los que, de forma pasiva, soportan los embates de la existencia diaria, como la mujer (Jane Adams) de casi cuarenta y aun soltera en búsqueda de pareja, la mujer casada (Cynthia Stevenson) y madre de familia que vive en un perpetuo estado de hipócrita e irreal felicidad , su hijo preadolescente (Rufus Read) que pretende anticiparse y descubrir el sexo para estar a la altura de sus amigos del colegio, o la obesa vecina (Camryn Manheim), que se toma la justicia por su mano con el enclenque y violador guarda de seguridad, o la mujer joven (Lara Flynn Boyle), independiente, bella y triunfadora , que no goza precisamente de una mejor predisposición para afrontar las incógnitas de su vida. Un fresco de desesperanza que va vislumbrándose y lastrando la conducta de los diferentes personajes que componen el relato y respecto a los que el autor de ‘Bienvenidos a la casa de muñecas’ (Welcome to the Dollhouse, 1995), paulatino diseccionador de la angustiosa realidad de los diferentes tipos que pueblan el metraje, se mantiene equidistante, sin tomar partido, sin muestras de piedad, de forma que la situación, ese universo oscuro de personajes más bien anónimos que viven en la puerta de al lado del vecindario, o en aquella mesa de la esquina de la oficina, o esa morena que sale del taxi, nos resulte tan natural como cercana pues la soledad, la incomprensión, la injusticia, el engaño, la crueldad del prójimo, y hasta las huelgas, nos rodean tanto como a esos tipos. En este sentido, resulta muy significativo el personaje del psicoterapeuta pederasta que notablemente compone Dylan Baker, que anticipaba unos años ese monólogo alternativo al monótono y maniático paciente-cliente que Nanni Moretti mostró en 'La habitación del hijo' (La stanza del figlio, 2001); en su mirada, unas veces confiada del padre que imparte sabios consejos a su hijo, o, desconcertada y desbordada otras, las más, que apenas logra esconder esa tendencia irreprimible a ‘la caída por la pendiente’ que Solondz quiere ponernos de relieve.
Al mismo tiempo, la película está vestida con un tono de comedia, amargamente negra o caustica, sin que en apariencia los actos ni los resultados que vemos lo sean.
Curiosamente este relato coral está estructurado en torno a unos personajes que presentan un nexo común, una identidad familiar, no precisamente desestructurada, pero sí en los límites de una realidad no precisamente halagüeña. Y resulta paradójica, esa última escena de reunión familiar donde parte del elenco protagonista, el abuelo cabeza de familia y su mujer, junto con sus tres hijas y el nieto, como decíamos el tronco principal del que se ramifica el resto, maridos, amantes, vecinos, etc. , busquen esa solidaridad ‘familiar’ para protegerse de los avatares externos que parecen perseguirles. Esa falsa ‘tranquilidad’ espiritual tan solo rota por el advenimiento (¡al fin!) de ‘la madurez’ del miembro púber de la misma. Aquí el director de Palindromes (2004) practica la comedia punk.
De la puesta en escena, ya desde la escena inicial, con ese plano americano de una pareja cenando en un restaurante, sin más ingredientes ni perspectiva de los alrededores ni del resto de comensales, Solondz administra el plano para encuadrar única y exclusivamente a sus actores para que revelen la inanidad por la que transita el film. No hay mucha acción, la imprescindible, ni aditamentos; el diálogo, en un sofá, en un restaurante, en la cama, en el hall de un edificio de apartamentos, es todo. Los actores son lo que dicen o callan, permaneciendo en off sus acciones, o el resultado de las mismas, como meras anécdotas.
A falta de profundizar en la obra de este realizador y escritor, siguiendo el símil literario, Todd Solondz puede ser en cine lo que ‘La broma infinita’ (Infinite Jest, 1996) del malogrado escritor neoyorquino David Foster Wallace (1962-2008) es en la literatura norteamericana contemporánea. Un cine al lado del cual otros paisanos colegas del mundillo como Alexander Payne (1961), también perpetrador de ingenios corrosivos aunque apunten vías de escape, y , salvando las distancias generacionales, los artefactos manieristas de un Paul Thomas Anderson (1970) o los delirios de un Jud Apatow (1967), pueden parecer Barrio Sésamo.
De la puesta en escena, ya desde la escena inicial, con ese plano americano de una pareja cenando en un restaurante, sin más ingredientes ni perspectiva de los alrededores ni del resto de comensales, Solondz administra el plano para encuadrar única y exclusivamente a sus actores para que revelen la inanidad por la que transita el film. No hay mucha acción, la imprescindible, ni aditamentos; el diálogo, en un sofá, en un restaurante, en la cama, en el hall de un edificio de apartamentos, es todo. Los actores son lo que dicen o callan, permaneciendo en off sus acciones, o el resultado de las mismas, como meras anécdotas.
A falta de profundizar en la obra de este realizador y escritor, siguiendo el símil literario, Todd Solondz puede ser en cine lo que ‘La broma infinita’ (Infinite Jest, 1996) del malogrado escritor neoyorquino David Foster Wallace (1962-2008) es en la literatura norteamericana contemporánea. Un cine al lado del cual otros paisanos colegas del mundillo como Alexander Payne (1961), también perpetrador de ingenios corrosivos aunque apunten vías de escape, y , salvando las distancias generacionales, los artefactos manieristas de un Paul Thomas Anderson (1970) o los delirios de un Jud Apatow (1967), pueden parecer Barrio Sésamo.
Tomado de http://elcinequehabito.blogspot.com.es
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