domingo, 30 de diciembre de 2012

Hermann Hesse.- El caminante



"Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharles, aprende la verdad. No predican doctrinas y recetas, predican, indiferentes al detalle, la ley primitiva de la vida."

Hermann Hesse.- "El caminante" (1900)

Imagen: Vincent Van Gogh.- Almendro en flor

Eos, el mito de la Aurora





Precedía el nacimiento del día pues era la mensajera del Sol. Eos utilizaba sus rosados dedos para abrir las puertas de oriente, esparcir el rocío entre las hojas o hacer florecer las plantas. Morfeo, dios de los sueños y las demás diosas de la noche huían ante su presencia. Eos era hermana de Helios, dios del sol, y de Selene, diosa de la luna y sus padres fueron Titán y Gea. A menudo se la representaba de forma similar a Apolo, montada sobre un carro con cuatro caballos blancos y con un traje amarillo. Era una joven muy bella

Eos se enamoró de Titón, hijo de Laomedón y hermano de Príamo, y pidió a Zeus que se le concediese la inmortalidad pero se olvidó de solicitar también que Titón no envejeciera jamás. Así, con el paso del tiempo Titón se convirtió en un anciano decrépito que llegó a necesitar cuidados de bebé durmiendo en una cuna, de tal modo que prefería morir. Terminó siendo convertido en un saltamontes. Sin embargo, Eos pronto cubrió su pérdida con otros personajes como Ganímedes, Céfalo, descendiente de Deucalión, Clito, Orión, Astreo... todos los cuales le dieron descendencia, y, sobre todo el citado en último lugar, con quien tuvo todas las estrellas del firmamento.Y es que, Eos estaba condenada al enamoramiento eterno. Un día, Afrodita encontró a Eos haciendo el amor con Ares. De hecho,  reparó Afrodita en unos musculosos glúteos que se agitaban  y los reconoció de inmediato pues  estaba acostumbrada a verlos en un gran espejo de plata que había sobre su lecho. Este increíble artilugio fue un regalo de Hefestos, el herrero divino, en recuerdo de sus mejores noches.
    Así, Afrodita reconoció de inmediato las prominentes nalgas de Ares, su amante favorito. Lo tenía ante su vista, en el lecho amoroso de la divina Eos  sin darse cuenta de la presencia de la diosa que les miraba con ojos llenos de ira. Se dice que la diosa irritada echó tremenda maldición a Eos por esta faena. "A partir de ahora, sentirás un deseo irrefrenable por los jóvenes mortales. Y este deseo será insaciable y para siempre." Estas se cree que fueron las palabras de Afrodita.
    Esta sólida teoría explica la querencia de los jóvenes que deambulan de un lado para otro en la oscuridad de la noche hasta que sale el sol. Para entonces ya se habrán ido todos a dormir., amante habitual de la primera, y por eso Afrodita se vengó con tan dulce castigo.

Imagen: Eos.- William Adolphe Bouguereau

Bartolomé de las Casas: Brevísima relación de la destrucción de las Indias





EXORDIO.

Descubriéronse las Indias en el año de 1492: comenzaron a ser pobladas por Cristianos españoles en 1493, de manera que hace cuarenta y nueve años en este de 1542 en que escribo.
La primera tierra en que los nuestros habitaron fue la grande y felicísima isla Española, cuya circunsferencia es de seiscientas leguas. Hay alrededor otras islas muy grandes; he visto yo todas, y están tan pobladas por gentes naturales del país, que no pueda haber otra que les exceda en población.
La Tierra-Firme dista de la Isla Española más de 250 leguas, tiene una costa marítima que por la parte conocida pasa de diez mil leguas; y cada día se descubre más. La descubierta es una colmena de hombres, pues parece que Dios ha ejercido allí su poder para multiplicar la población.
Las gentes de todos aquellos vastísimos países son sencillas, sin iniquidad, ni doblez, obedientes y fieles a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven, pacientes, pacíficas, quietas, no rencillosas, ni alborotadoras, no querellosas, ni rencorosas, sin odio, ni deseos de venganza.
Su complexión es delicadas, tierna, flaca y débil; por lo que no pueden sufrir trabajos grandes. Aun los hijos de labradores son menos robustos que los europeos hijos de príncipes criados con lujo, y regalo; por eso resisten mucho menos en las enfermedades.
Son pobres pero contentos con su pobreza sin voluntad de poseer bienes temporales y por lo mismo humildes, exentos de orgullo, ambición, y codicia.
Su comida es muy escasa y muy ordinaria, comparable con la que se nos cuenta de los santos anacoretas del desierto.
Sus vestido es por lo común una piel que cubre lo que la honestidad manda; y cuando mas, una manta de algodón de vara y media o dos varas cuadrilongo.
Su camas es una estera, y a lo sumo una red colgadas conocida en la Isla Española con el nombre de Hamaca.
Su entendimiento es vivo, listo, y sin preocupaciones; por lo que los Indios son dóciles para recibir toda doctrina, capaces de comprenderla; dotados de buenas costumbres y aptísimos para recibir nuestra santa fe católica, tanto y mas que cualquiera otra nación del mundo. Cuando ya comienzan a conocer algo de nuestra religión, tienen tal ansia de saber que llegan a ser importunos para sus catequistas, en tanto grado que los religiosos necesitan ser bien pacientes para soportar sus instancias. En fin he oído decir a varios españoles seglares decir muchas veces: La bondad de los Indios es tanta que si llegan a conocer al verdadero Dios, no habrá gente más bienaventurada en el mundo.
Los españoles trataron a estas mansísimas ovejas, y olvidándose de ser hombres, y ejerciendo la crueldad de lobos, de tigres, y de leones hambrientos. De cuarenta años a esta parte, no han hecho ni hacen sino perseguirlas, oprimirlas, destrozarlas y aniquilarlas por cuantas maneras conocían ya los hombres y por las nuevas que han inventado ellos. Así hay ahora en la Isla Española solo doscientas personas naturales de allí, habiendo habido en el principio hasta tres millones.
La isla de Cuba es tan larga como desde Valladolid hasta Roma, y sin embargo está casi enteramente despoblada.
La isla de San Juan de Puerto Rico y la de Jamaica son muy grandes, graciosas y felices, pero ahora ya están asoladas.


Las islas de los Lucayos comarcanas de la Española y de la de Cuba por el norte son más de sesenta con las que llaman de Gigantes. La menos buena de todas es de tierra mejor, más amena y más fértil que la Huerta del rey de Sevilla: su clima es el más sano del mundo: había en ellas más de quinientas mil almas, ahora ni una si quiera. Los españoles aniquilaron la población; primero matando, después queriendo trasplantar sus habitantes a la Española, ya casi despoblada. Habiendo llegado un navío con ese objeto, intentó convertir los habitantes a la fe cristiana y sólo halló once personas: yo las vi.
Más de otras treinta islas están en comarca de San Juan y ya sin gente por el propio motivo. Entre todas compondrán más de dos mil leguas de tierra, ya deshabitadas y desiertas.
La Tierra-Firme contenía más de diez reinos; cada uno mayor que la España entera, incluyendo la corona de Aragón y todo lo de Portugal. Su extensión es como desde Jerusalén a Sevilla pues se alarga más de dos mil leguas. Sin embargo las crueldades de los españoles han sido tantas y tan nefandas que han aniquilado la población, y dejado desierto el país.


Podemos asegurar que los españoles han quitado con su atroz e inhumana conducta más de doce millones de vidas de hombres, mujeres y niños: pero según mi opinión pasan de quince.
De dos maneras se han conseguido estos bárbaros efectos: primera dando guerras tan inhumanas como injustas; segunda maltratando después de la conquista a los naturales del país, y matando a los señores, a los caciques, y a los varones jóvenes y robustos; oprimiendo a los demás con la mas dura, más áspera y más cruel esclavitud, insoportable aun por bestias.
La única causa de tan horrible carnicería fue la codicia de los españoles. Estos se propusieron no tener prácticamente otro Dios que el oro, llenarse de riquezas en pocos días a costa de unas gentes humildes y sencillas, a las cuales trataron infinito peor que a las bestias, como yo mismo lo he visto, y aún con mayor vilipendio que el estiércol de las plazas; en prueba de lo cual no cuidaban ni aun de las almas de los Indios pues dieron lugar a que estos infelices muriesen en los tormentos sin ser convertidos a la santa fe cristiana.
Semejante atrocidad es tanto más notable cuanto los Españoles confiesan que los indios no han hecho jamás mal alguno a los cristianos; antes bien los amaban como a venidos del cielo hasta que vieron que multiplicaban los males, los robos, las violencias, las vejaciones, y las muertes de los naturales del país.

Miguel de Unamuno.- Mi religión




Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: «Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?» Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.
Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.
Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.
En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.
Y es preciso no perder de vista que para la práctica de nuestra vida, rara vez tenemos que esperar a las soluciones científicas definitivas. Los hombres han vivido y viven sobre hipótesis y explicaciones muy deleznables, y aun sin ellas. Para castigar al delincuente no se pusieron de acuerdo sobre si éste tenía o no libre albedrío, como para estornudar no reflexiona uno sobre el daño que puede hacerle el pequeño obstáculo en la garganta que le obliga al estornudo.
Los hombres que sostienen que de no creer en el castigo eterno del infierno serían malos, creo, en honor de ellos, que se equivocan. Si dejaran de creer en una sanción de ultratumbas no por eso se harían peores, sino que entonces buscarían otra justificación ideal a su conducta. El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en él cuanto que cree en él por ser bueno. Proposición ésta que habrá de parecer oscura o enrevesada, estoy de ello cierto, a los preguntones de espíritu perezoso.
Y bien, se me dirá, «¿Cuál es tu religión?» Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible —o Incognoscible, como escriben los pedantes—ni con aquello otro de «de aquí no pasarás». Rechazo el eterno ignorabimus. Y en todo caso, quiero trepar a lo inaccesible.
«Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto», nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
Ésos, los que me dirigen esa pregunta, quieren que les dé un dogma, una solución en que pueda descansar el espíritu en su pereza. Y ni esto quieren, sino que buscan poder encasillarme y meterme en uno de los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de mi: es luterano, es calvinista, es católico, es ateo, es racionalista, es místico, o cualquier otro de estos motes, cuyo sentido claro desconocen, pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy una especie única. «No hay enfermedades, sino enfermos», suelen decir algunos médicos, y yo digo que no hay opiniones, sino opinantes.
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo sin atenerme a dogmas especiales de esta o de aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes —éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos— que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos. Cristiano protestante conozco que niega el que los unitarios sean cristianos.
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales —la ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera— de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Y siento, al tratar de esto, no poder hablar a los zapateros en términos de zapatería.
Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futileza mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón.
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro.
Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero, y basta.
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡Paradoja! los mentecatos y los superficiales.
No concibo a un hombre culto sin esta preocupación, y espero muy poca cosa en el orden de la cultura - y cultura no es lo mismo que civilización - de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientificismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: «¡No se debe pensar en eso!»; espero menos aún de los que creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: «Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran, y se acabó». Sólo espero de los que ignoran, pero no se resignan a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria.
Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos, como yo busco; que luchen, como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y, por lo menos, esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.
Para esta obra —obra religiosa— me ha sido menester, en pueblos como estos pueblos de lengua castellana, carcomidos de pereza y de superficialidad de espíritu, adormecidos en la rutina del dogmatismo católico o del dogmatismo librepensador o cientificista, me ha sido preciso aparecer unas veces impúdico e indecoroso, otras duro y agresivo, no pocas enrevesado y paradójico. En nuestra menguada literatura apenas se le oía a nadie gritar desde el fondo del corazón, descomponerse, clamar. El grito era casi desconocido. Los escritores temían ponerse en ridículo. Les pasaba y les pasa lo que a muchos que soportan en medio de la calle una afrenta por temor al ridículo de verse con el sombrero por el suelo y presos por un polizonte. Yo, no; cuando he sentido ganas de gritar, he gritado. Jamás me ha detenido el decoro. Y ésta es una de las cosas que menos me perdonan estos mis compañeros de pluma, tan comedidos, tan correctos, tan disciplinados hasta cuando predican la incorrección y la indisciplina. Los anarquistas literarios se cuidan, más que de otra cosa, de la estilística y de la sintaxis. Y cuando desentonan lo hacen entonadamente; sus desacordes tiran a ser armónicos.
Cuando he sentido un dolor, he gritado, y he gritado en público. Los salmos que figuran en mi volumen de Poesías no son más que gritos del corazón, con los cuales he buscado hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás. Si no tienen esas cuerdas, o si las tienen tan rígidas que no vibran, mi grito no resonará en ellas, y declararán que eso no es poesía, poniéndose a examinarlo acústicamente. También se puede estudiar acústicamente el grito que lanza un hombre cuando ve caer muerto de repente a su hijo, y el que no tenga ni corazón ni hijos, se queda en eso.
Esos salmos de mis Poesías, con otras varias composiciones que allí hay, son mi religión, y mi religión cantada, y no expuesta lógica y razonadamente. Y la canto, mejor o peor, con la voz y el oído que Dios me ha dado, porque no la puedo razonar. Y el que vea raciocinios y lógica, y método y exégesis, más que vida, en esos mis versos porque no hay en ellos faunos, dríades, silvanos, nenúfares, «absintios» (o sea ajenjos), ojos glaucos y otras garambainas más o menos modernistas, allá se quede con lo suyo, que no voy a tocarle el corazón con arcos de violín ni con martillo.
De lo que huyo, repito, como de la peste, es de que me clasifiquen, y quiero morirme oyendo preguntar de mí a los holgazanes de espíritu que se paren alguna vez a oírme: «Y este señor, ¿qué es?» Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos. Pero nadie debe cuidarse de lo que piensen de él los tontos, sean progresistas o conservadores, liberales o reaccionarios.
Y como el hombre es terco y no suele querer enterarse y acostumbra después que se le ha sermoneado cuatro horas a volver a las andadas, los preguntones, si leen esto, volverán a preguntarme: «Bueno; pero ¿qué soluciones traes?» Y yo, para concluir, les diré que si quieren soluciones, acudan a la tienda de enfrente, porque en la mía no se vende semejante artículo. Mi empeño ha sido, es y será que los que me lean, piensen y mediten en las cosas fundamentales, y no ha sido nunca el de darles pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y, a lo sumo, sugerir, más que instruir. Si yo vendo pan, no es pan, sino levadura o fermento.
Hay amigos, y buenos amigos, que me aconsejan me deje de esta labor y me recoja a hacer lo que llaman una obra objetiva, algo que sea, dicen, definitivo, algo de construcción, algo duradero. Quieren decir algo dogmático. Me declaro incapaz de ello y reclamo mi libertad, mi santa libertad, hasta la de contradecirme, si llega el caso. Yo no sé si algo de lo que he hecho o de lo que haga en lo sucesivo habrá de quedar por años o por siglos después que me muera; pero sé que si se da un golpe en el mar sin orillas las ondas en derredor van sin cesar, aunque debilitándose. Agitar es algo. Si merced a esa agitación viene detrás otro que haga algo duradero, en ello durará mi obra.
Es obra de misericordia suprema despertar al dormido y sacudir al parado, y es obra de suprema piedad religiosa buscar la verdad en todo y descubrir dondequiera el dolo, la necedad y la inepcia.
Ya sabe, pues, mi buen amigo el chileno lo que tiene que contestar a quien le pregunte cuál es mi religión. Ahora bien; si es uno de esos mentecatos que creen que guardo ojeriza a un pueblo o una patria cuando le he cantado las verdades a alguno de sus hijos irreflexivos, lo mejor que puede hacer es no contestarles.
Salamanca, 6 de noviembre de 1907.

Los melocotones (Cuento completo) - León Tolstoi



El music (campesino ruso) Tikhon Kuzmitch, al regresar,de la ciudad, llamó a sus hijos.

—Mirad -les dijo- el regalo que el tío Ephim os envía.

 Los niños acudieron: el padre deshizo un paquete.

—¡Qué lindas manzanas! -exclamó Vania, muchacho de seis años-. ¡Mira, María, qué rojas son!

—No, probable es que no sean manzanas -dijo Serguey, el hijo mayor-. Mira la corteza, que parece cubierta de vello.

—Son melocotones -dijo el padre-. No habíais visto antes fruta como ésta. El tío Ephim los ha cultivado en su invernadero, porque se dice que los melocotones sólo prosperan en los países cálidos, y que por aquí sólo pueden lograrse en invernaderos.

—¿Y qué es un invernadero? -dijo Volodia, el tercer hijo de Tikhon.

—Un invernadero es una casa cuyas paredes y techo son de vidrio.

El tío Ephim me ha dicho que se construyen de este modo para que el sol pueda calentar las plantas. En invierno, por medio de una estufa especial, se mantiene allí la misma temperatura.

—He ahí para ti, mujer, el melocotón más grande; y estos cuatro para vosotros, hijos míos.


—Bueno -dijo Tikhon, por la noche- ¿cómo halláis aquella fruta?

—Tiene un gusto tan fino, tan sabroso -dijo Serguey- que quiero plantar el hueso en un tiesto; quizá salga un árbol que se desarrollará en la isba .

—Probablemente serás un gran jardinero; ya piensas en hacer crecer los árboles -añadió el padre.

—Yo -prosiguió el pequeño Vania- hallé tan bueno el melocotón, que he pedido a mamá la mitad del suyo; ¡pero tiré el hueso!

—Tú eres aún muy joven -murmuró el padre.

—Vania tiró el hueso -dijo Vassili, el segundo hijo -pero yo lo recogí y lo rompí. Estaba muy duro, y adentro tenía una cosa cuyo sabor se asemejaba al de la nuez, pero más amargo. En cuanto a mi melocotón, lo vendí en diez kopeks; no podía valer más. Tikhon movió la cabeza.

—Pronto empiezas a negociar. ¿Quieres ser comerciante? iY tú, Volodia, no dices nada! ¿Por qué? -preguntó Tikhon a su tercer hijo, que permanecía aparte.

—¿ Tenía buen gusto tu melocotón?

—iNo sé! -respondió Volodia.

—¿Cómo que no lo sabes? - replicó el padre- ¿acaso no lo comiste?

—Lo he llevado a Grincha -respondió Volodia-. Está enfermo, le conté lo que nos dijiste acerca de la fruta aquella, y no hacía más que contemplar mi melocotón; se lo di, pero él no quería tomarlo; entonces lo dejé junto a él y me marché.

El padre puso una mano sobre la cabeza de aquel niño y dijo:

-Dios te lo devolverá.