jueves, 10 de julio de 2014
Carlos Saura.- Carta a Luis Buñuel (Fragmento)
" Nos comemos el tiempo, Luis. Lo devoramos insaciablemente; tan veloz pasa todo que cuando nos damos cuenta ya no estamos aquí.
Procuramos sorprender el instante, conservar el recuerdo, una imagen soñada, tránsfuga de no se sabe qué aquelarre… La frase bíblica que dice que nuestra vida es un relámpago, una centella, un flash diría un fotógrafo, no deja de ser eminentemente cinematográfica. Un flash y otro flash y otro flash… Y otra pregunta tonta, inútil seguramente: ¿Puede ese relámpago de lucidez, que a veces es la vida, transmitirse? ¿Puede la vida, una historia que se cuenta, transmitirse en una síntesis de imágenes vertiginosas que de alguna manera conforman nuestro más completo álbum familiar?
Me gustaría decirte cuánto me inquietan esas imágenes, ese sueño terrible de carne que se desplaza, carnaza sin vida, carne muerta… Y esas irrupciones de personajes ocasionales que aparecen y desaparecen para contarnos cualquier historia infantil: el pasillo de la casa materna, la luz amarillenta, los armarios llenos de misterios, las luminosas puertas del final de un corredor… Lo hemos soñado juntos, seguramente… ¿o acaso es verdad lo del “ruido de los pensamientos” que decían los místicos? "
Groucho Marx y las tentaciones de la publicidad.-
En sus entretenidísimas memorias "Groucho y yo" se puede leer el siguiente pasaje en el que Groucho, gran fumador de puros, rememora una anécdota con una marca de cigarrillos que le pretendía como reclamo publicitario:
"Mientras representábamos Animales locos en 1928, tuvo lugar una pequeña catástrofe que me permitió disfrutar de un buen ataque de insomnio. Una noche, cuando me estaba pintando mi bigote negro para la representación de la noche, el conserje me entregó una tarjeta y me dijo:
—Ahí fuera hay un tal señor Evans que desea verle. Dice que es importante.
Siendo yo un tipo precavido, le pregunté: —¿Es un alguacil? ¿Es un agente de seguros? ¿De qué se trata?
El conserje se encogió de hombros. —A mí que me registren. Todo lo que sé es que parece rico. Viste un traje caro y lleva bastón.
Esto no indicaba que fuera alguien que viniera a pedirme un préstamo, de manera que dije: —Muy bien, hágalo pasar.
El hombre entró y rápidamente le tomé las medidas. Era un individuo elegante, con cierto toque de conquistador y apuesta figura. Nos dimos la mano y fue directamente al grano.
—Señor Marx —empezó diciendo—, sin duda es usted uno de los más renombrados fumadores de cigarros que hay en todo el mundo.
Acepté con agrado este cumplido bien merecido y el hombre prosiguió diciendo:
—Estoy aquí como representante de la agencia de publicidad que promueve la marca de cigarrillos más importante de la nación. Si recomienda usted nuestros cigarrillos, le daremos mil quinientos dólares. Llevo ya conmigo tanto el cheque como el contrato.
El señor Evans hizo una pausa significativa y pronunció el nombre de la que, en efecto, era la marca de cigarrillos más conocida en América. Con esto ya has leído suficiente para adivinar su nombre. Sí, era nada menos que la marca mundialmente famosa: ¡los cigarrillos Delaney!
—Señor Evans —dije yo—, por mil quinientos dólares encuentro indecente y desleal retirar mi apoyo a una industria a la que, una y otra vez, he salvado por los pelos de los abismos del caos financiero. Es innegablemente cierto que soy uno de los más famosos fumadores de cigarros que existen en el mundo. Quizás el más famoso. Y precisamente por esta razón consideraría que es traicionar a toda la industria de tabaco de La Habana, si recomendara una cosa tan vulgar y rastrera como un cigarrillo.
A la mitad de este rimbombante discurso, me di cuenta de que no había dicho nada. Afortunadamente, el mercachifle ignoró aquel torrente de bobadas y prosiguió diciendo:
—Bueno, ¿se sentiría usted desleal si, en lugar de mil quinientos dólares, aumentásemos la oferta hasta dos mil quinientos?
Meneé la cabeza. En aquel momento estaba más bien furioso e indignado.
—Señor Evans, mi integridad no conoce límites. No puede ser medida con algo tan grosero como el dinero. Va más allá de mil quinientos, mucho más allá. Una de las pocas cosas de que una persona disfruta en la vida —proseguí diciendo— es de su buen nombre y de su reputación de incorruptibilidad. No tengo ninguna intención de sacrificar ninguna de las dos cosas por la miseria de dos mil quinientos dólares. Y ahora, si me hace usted el favor, ¡buenas noches!
El señor Evans ignoró también esta parrafada grandiosa y continuó hablando como si no hubiera oído una sola palabra.
—Suponga, señor Marx —susurró astutamente— que, en lugar de dos mil quinientos dólares, le ofreciera a usted un cheque de cinco mil. ¿Estaría dispuesto entonces a recomendar los Delaney?
A la mención de cinco mil dólares, mi integridad empezó a tambalearse un poco. Cinco mil representaban una suma respetable. Estuve tentado a acceder en seguida. Sin embargo, después del estúpido discurso que acababa de soltar, no me quedaba otra alternativa que persistir en mi actitud.
El ferviente señor Evans me apremiaba ahora en tono enfático.
—Cinco mil dólares constituyen una buena suma, señor Marx. Con tanto dinero podría comprarse usted dos Cadillacs.
—Señor Evans —repliqué con altivez—, probablemente no está usted enterado de ello, pero ya tengo dos Cadillacs.
¿Qué haría yo con cuatro?
—¡Hum! —replicó—. Bueno, podría dar un coche a cada uno de sus hermanos.
Irguiéndome hasta alcanzar toda mi estatura, declaré solemnemente:
—Todos los hermanos Marx tienen dos Cadillacs.
—Muy bien —dijo rindiéndose—. Olvidémonos de los automóviles. He de confesar que usted resulta un hombre difícil para hacer negocios. Por lo visto, usted no tiene ningún interés por el dinero. (Estuve a punto de decir: «¡Ya lo creo que lo tengo!», pero me contuve en el último momento.) Ahora voy a hacerle una nueva oferta, que será mi última oferta. Puede tomarlo o dejarlo. Le doy siete mil quinientos dólares, si escribe usted su nombre en este papel aceptando recomendar los cigarrillos Delaney.
A la mención de siete mil quinientos dólares, estuve a punto de desmayarme. Mi tensión arterial crónicamente baja subió de repente casi a su estado normal y el camerino empezó a dar vueltas alrededor de mi cabeza. Mientras la ambición desmesurada comenzaba a sustituir la rectitud, lancé rápidamente una mirada por encima de aquel individuo y examiné la puerta del camerino a fin de asegurarme de que Evans no podía escaparse. Volví mi rostro hacia él y lo miré fijamente a los ojos.
—Antes de que firme, escúcheme usted bien: ¿está seguro de que ésta es su oferta definitiva?
—¡Menudo pájaro está hecho usted! —dijo—. Siete mil quinientos dólares es un buen montón de dinero por no hacer absolutamente nada.
—Muy bien. Déme el contrato.
Lo firmé apresuradamente y el hombre me entregó un cheque extendido a nombre de Groucho Marx por valor de siete mil quinientos dólares. He de confesar que aquel detalle me extrañó mucho. ¿Cómo podía saber antes aquel individuo que yo iba a rechazar las ofertas de mil quinientos dólares, de dos mil quinientos y de cinco mil, para aceptar finalmente la de siete mil quinientos? Metí rápidamente el cheque en mi bolsillo, nos estrechamos la mano y lo acompañé hasta la puerta. Un momento antes de despedirse definitivamente, metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó otro cheque. Me lo enseñó. Estaba extendido también a nombre de Groucho Marx y la suma que allí figuraba era de ¡diez mil dólares! Nunca olvidaré sus últimas palabras, mientras lo iba rompiendo en pedazos. El hombre dijo:
—Señor Marx, si hubiese usted resistido un poco más de tiempo, ¡habría podido conseguir los diez!
Aquella noche no estuve muy gracioso en escena."
Entrevista de Bill Cosby a Groucho Marx en 1973.