—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
(Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Imagen: Briton Riviere.- Héctor muerto