10 de mayo de 1960.
Querida Amiga:
No quiero dejar España sin decirle a usted que la semana pasada, de los dos días que esta vez pudimos reservarnos para Granada, decidimos dedicar unos momentos a Víznar. Un empleado de la agencia de viajes a quien pregunte cómo era ese pueblecito un poco perdido comprendió inmediatamente qué intención me movía a visitar el lugar, y al instante percibí que a sus ojos dejábamos de ser turistas para convertirnos en amigas. “It is not very good memory for us”, me contestó lacónicamente. El taxista que nos llevó hasta allí enseguida pronuncio el nombre de su hermano de usted (lo mismo había hecho otro con quien habíamos tanteado antes el precio del trayecto), pero no podía proporcionar ninguna información sobre el sitio exacto que buscábamos. Más tarde, nos dijo que era la primera vez que llevaba extranjeros a Víznar. Me figuro que de sobra conocerá usted la región, pero esa visita me causó tanta emoción que siento la necesidad de referírsela con detalle. Y además también pudiera ser que, por una u otra razón, no haya ido usted personalmente a Víznar, o que no le haya sido posible llevar sus investigaciones tan lejos como nosotras lo hemos hecho (lo que bien poca cosa es, por cierto). Así que llegamos, fuimos primero a visitar la iglesia del pueblo, un poco por prudencia (pero, con razón o sin ella, no nos decidimos a interrogar al joven sacerdote), y deambulamos y deambulando luego al azar por las calles, nos acercamos a un grupo de mujeres de edad que estaban sentadas en una especie de explanada, y a la que parecía llevar la voz cantante le preguntamos donde se encontraba la sepultura de su hermano de usted. Su rostro cambió, perdiendo toda expresión, y nos contestó sin vacilar “que ella no conocía el nombre de ese señor, y que en Víznar no se había muerto nadie”. Pero las otras mujeres, a espaldas de ella, señalaron con la mano el camino de la montaña. Volvimos a la plaza de la iglesia y allí nos dirigimos a dos muchachos del pueblo, Pedro y Antonio, que andarían por los veinte años. Nos dijeron ambos que García Lorca estaba enterrado en ese camino de la montaña que las mujeres nos habían indicado con señas. Acabamos por hacerlos montar en el taxi con nosotras para que sirvieran de guía al chófer. La carretera era tan mala a la salida del pueblo que fue preciso empujar el coche para subir la cuesta. El camino se desvía enseguida de la región de los olivos para penetrar en una gran soledad, entre la montaña desnuda y gris que circunda por la izquierda y el precipicio del que le separa, a la derecha, un declive cubierto de hierba rala y de maleza seca. A unos tres kilómetros del pueblo, exactamente debajo de la montaña más alta (“la Cruz de Víznar”), hicieron parar el coche y los cinco que éramos descendimos una distancia como de apenas cien metros más debajo de la carretera, hasta un lugar donde crecen vigorosos, en ese desierto despoblado, cuatro o cinco pinos jóvenes. “Es ahí”, dijeron los dos muchachos y, para que comprendiéramos mejor, hicieron el gesto, sin ninguna exageración dramática por cierto, de apretar un gatillo. Según ellos, García Lorca está enterrado bajo esos pinos junto con otros cinco hombres fusilados en el mismo sitio, pero no llegue a comprender si había sido al mismo tiempo o algunos días antes o después. Y aún dijeron más: la tierra fue bien apisonada y se transplantaron allí algunos arbustos (¿para borrar toda traza del lugar o, al contrario, para dejarlo marcado, o bien simplemente para impedir que se produjeran desprendimientos hacía el barranco cercano?). “Los árboles crecen deprisa en los cementerios”, dijo uno de nuestros guías. Mientras Grace proseguía la conversación con ellos, yo me agache un momento por debajo de las ramas bajas enmarañadas: en efecto, no cabe duda de que la tierra ha sido allí nivelada a lo largo de un trecho bastante amplio, y me pareció distinguir dos rastros como surcos que podrían tal vez corresponder a lo que fue antaño el reborde de una fosa. Pero puede que mi imaginación interprete con exceso esos insignificantes indicios. Cuando hubimos remontado la cuesta hasta la carretera, nuestros jóvenes guías se despidieron para volver andando al pueblo. Aunque se mostraron contentos de ser remunerados por el trabajo que se habían tomado, en ningún momento trataron de aprovecharse de nuestra curiosidad o de nuestra emoción para comercializar aquellos recuerdos. Como ocurre muy frecuentemente en España, allí estabamos de igual a igual. Tal como nos indicaron los muchachos, continuamos por el camino de la montaña hasta donde enlaza con la carretera de Murcia, a unos mil quinientos metros del lugar que he tratado de describir. Durante todo el trayecto no nos cruzamos con ningún coche, ni con algún hombre solo a pie o a lomos de una mula, ni vimos siquiera un animal atado que pudiera estar paciendo. Si es el sitio autentico ese que nos habían mostrado, es evidente que los asesinos hicieron un circuito, cumplieron su fechoría y borraron las huellas en aquel páramo antes de volver al pueblo por otra carretera de mayor circulación. Pero ¿Por qué esa especie de secreto en una época en que la violencia estaba al orden del día sin recto alguno? (y sin embargo, quizá no sea imposible encontrar respuesta a este interrogante.) Nosotras hubiéramos querido preguntar también a nuestros guías quien les había dado unas informaciones tan precisas, puesto que en la época de aquel suceso ellos eran todavía muy niños. Pero nuestro más que rudimentario español, si bien basta para entendernos sobre casi todo con un interlocutor de buena voluntad, resultaba limitado y la conversación no fue más lejos. Una vez regresamos a Granada, yo volvía al agencia de viajes que estaba, en aquel momento, rebosante de turistas, y me contenté con decirle al empleado que había logrado efectuar la excursión de que habíamos hablado. Me hizo un saludo amistoso. Siento el temor de que al escribir todo esto me exponga a causarle tristeza, sino a importunarla. Probablemente usted ha visto todas esas cosas y las precisiones que le doy le parecerán obvias, tal vez irritantes, porque puede que tenga información más segura (o bien la certidumbre de que no puede hacerse nada). Pero me ha parecido que debía consignar lo que dejo indicado como demostración de que el recuerdo del poeta permanece allí intensamente vivo, y también para decirle que, en cierto modo, aquella tarde nos acompaño usted en espíritu, sin saberlo. Lo que yo querría sobre todo expresarle es que, al abandonar aquel lugar que nos designaron (y estas reflexiones son válidas aunque sólo fuera aproximadamente exacto), yo me volví para contemplar aquella montaña desnuda, aquel suelo árido, aquellos pinos jóvenes creciendo vigorosos en la soledad, aquellos grandes plegamientos perpendiculares del barranco por donde debieron de discurrir antaño los torrentes de la prehistoria, Sierra Nevada perfilándose majestuosa en el horizonte; y me dije a mi misma que un lugar como aquel hace vergonzante toda la pacotilla de mármol y de granito que puebla nuestros cementerios, y que cabe envidiar a su hermano por haber comenzado su muerte en aquel paisaje de eternidad. Créame que al escribir esto, no trato de minimizar el horror de su prematuro fin, ni lo tremendamente angustioso que sería (al menos para mi) tratar de reconstruir aquella escena que sucedió allí, en un determinado momento del tiempo, y cuyos pormenores no llegaremos a conocer jamás. Pero es cierto que no cabe imaginar más hermosa sepultura para un poeta. No olvidamos los agradables gratos que pasamos en su casa con su hermana y su sobrina y el espectáculo de flamenco al que tuvo usted la amabilidad de servirnos de introductora, ni tampoco la recepción que tan maravillosamente improvisó para nosotras y que fue, en lo tocante a contactos humanos, el mejor momento de mi estancia en Madrid. Mañana regresamos a “Petite Plaisance, Northeast Harbor, Maine”, donde permaneceremos con toda seguridad durante largos meses, y donde nos complacería mucho acogerla, a usted o a alguno de los suyos, si vinieran a Estados Unidos.
Cordialmente suya, Marguerite Yourcenar
( Transcripción íntegra de la emocionante carta que escribe Marguerite Yourcenar a Isabel, la hermana de Federico García Lorca, el 10 de mayo de 1960. Volvía Yourcenar (antigua colega de Isabel en Sarah Lawrence College) de Viznar, donde está enterrado el poeta. La carta se recoge en “Recuerdos míos”, de Isabel García Lorca)