viernes, 27 de diciembre de 2013

Mi encuentro con Bette Davis, por Lauren Bacall



"...Me pareció más bajita de lo que esperaba, pero el rostro era el mismo, el que había visto ampliado tantas veces en la distancia de la pantalla. Nos quedamos mirándola sin disimular. Cuando el ascensor se detuvo en el piso diez, salió. Le pedimos al ascensorista que parase en el once, corrimos hasta la escalera, bajamos un piso a toda pastilla y sólo alcanzamos a verle la espalda mientras entraba en su suite. Soltamos una risilla tímida y esperamos un poco para recuperar la compostura antes de enfrentarnos a la mirada interrogativa del ascensorista. Bette Davis era magnífica, tan maravillosa como nos habíamos imaginado, y teníamos que conocerla, si no nos moriríamos.

Por fin llamó el bueno del tío Jack, que había hablado con Robin, y aunque la señorita Davis estaba muy ocupada, Betty y yo podíamos ir a su hotel el sábado por la tarde, a las cuatro. Nos pusimos histéricas. Nos pasamos horas colgadas del teléfono. ¿Qué íbamos a ponernos? ¿Cómo nos peinaríamos? ¿Qué íbamos a decir? Nos dedicamos a imitar su forma de andar, de hablar, para al menos desfogarnos un poco. Era de lo más emocionante, el punto culminante de mi vida, ¡un sueño hecho realidad!

El tío Jack me avisó de que no debíamos alargarnos, de que no intentáramos quedarnos más de lo debido y de que, por el amor de Dios, tratáramos de portarnos bien:

-No te pongas en ridículo, organizarnos esto es un gran favor que nos hace Robin. No me decepciones, y dile a Betty Kalb que no se ponga nerviosa.

¿Que no se pusiera nerviosa? ¡Ja! Bueno, íbamos a tener que actuar. Ay, qué ganas tenía de parecer mayor. Betty tenía una figura bien desarrollada (en realidad, bastante parecida a la de la Davis), pero yo era una jirafa desgarbada de quince años.


Y llegó el sábado. Mamá y la abuela tenían muchas ganas de que pasara todo, hacía días y días que no oían hablar de otra cosa que de Bette Davis. Betty pasó por casa para recogerme. Yo había tratado de parecer toda una mujer de mundo, pero, como no tenía nada en el armario que me lo permitiera, llevaba mi mejor traje chaqueta. Mi amiga estaba mucho mejor que yo, o eso me parecía, no se le notaba tanto como a mí que era una cría fascinada por una gran estrella.

Fuimos al hotel y pedí en recepción que llamaran a la habitación de la señorita Davis y anunciaran que estaba en el vestíbulo la señorita Bacall acompañada de una amiga, pues teníamos una cita. ¿Cómo iba a conseguir dejar de temblar? ¿Cómo iba Betty a evitar desmayarme? Nos dijeron que subiéramos directamente. Esa vez miramos al ascensorista a los ojos y le dijimos:

-Al piso diez, por favor.


Estábamos tan obsesionadas con el comportamiento que debíamos tener, con buscar una forma de no desmoronarnos hasta después de la visita, que no podíamos hablar. El ascensor llegó al décimo demasiado deprisa. Salimos y avanzamos como dos flanes por el largo pasillo hasta la suite 1009-1010. Nos agarramos de la mano, tomamos aire, nos arreglamos el pelo y por fin llamamos al timbre. Yo temblaba de pies a cabeza. Por dentro y por fuera. Se abrió la puerta y apareció Robin, que me sonrió. Le presenté a Betty y nos acompañó hasta la salita. Había un sofá con dos sillas delante; me senté en la punta de una de ellas y Betty en la otra. Por fin se abrió la puerta del dormitorio y salió Bette Davis con aquellos andares de Bette Davis, la reina del cine, la mejor actriz del mundo. ¡Qué impresión!

Nos pusimos en pie de inmediato, nos dio la mano y pasó al sofá. Volví a sentarme en la misma silla, me aterraba dar un solo paso, pero Betty se dejó caer en el sofá junto a la reina. Bette Davis era franca, directa, accesible y simpática. Nos preguntó por nosotras y anunció que Robin le había contado que yo quería ser actriz.

Con una vocecilla apenas audible contesté que sí y que había estado estudiando interpretación los sábados hasta terminar la secundaria. Betty estuvo mucho más charlatana que yo, parecía que tenía más cosas que decir. Supongo que me atenazaba la timidez. Estaba nerviosísima y me temblaban las manos. Nos ofreció té, pero no me atreví a coger la tazza por miedo a derramarla por el suelo o tirármela encima. Me hizo un gesto para que también fuera a sentarme a su lado, en el sofá. No sé cómo logré llegar, pero llegué. Por supuesto, le dijimos que habíamos visto todas sus peliculas muchas veces.

-Bueno, si quieres ser actriz deberías tratar de trabajar en verano en alguna compañía de repertorio -me propuso-. Es la mejor forma de aprender el oficio.

-Sí, sí, es lo que quiero hacer. Quiero empezar en el teatro y luego pasar al cine, como hizo usted.

-Bueno, pero tienes que estar segura de que de verdad quieres dedicarte a esto. Hay que dejarse la piel y te sientes muy sola.

Me acordé de la entrevista en la que había dicho: “Tengo dos oscars encima de la chimenea, pero no me dan calor durante las frías noches de invierno”.

Pasó un ángel. Robin me miró y me di cuenta de que era hora de irnos.

-Muchísimas gracias, señorita Davis -me despedí-, por dedicarme su tiempo, por recibirnos; le estoy muy agradecida.

Betty dijo más o menos lo mismo y Bette Davis nos dio la mano y nos deseó suerte. Robin abrió la puerta y salimos de allí.

Betty había echado a andar por el pasillo y casi al final se desmoronó debido a la emoción. La ayudé a levantarse y llegamos a duras penas hasta el ascensor. En una cafetería próxima empezamos a hablar a la vez.

-¡No volveré a lavarme la mano en la vida!

-Ha estado maravillosa, ¿verdad? ¿Has visto cómo andaba cuando ha entrado?

-¿Por qué no le habré preguntado cómo es en realidad hacer películas, ser una estrella?

-¿Por qué no le habré preguntado cuál es su película preferida?

-¡Quiero ser como ella!

La verdad es que al recibirnos, la Davis demostró una gran generosidad. Nos hizo muy felices. Yo estaba obsesionada con el mundo del teatro y con una gran actriz de cine, acababa de conocerla y me había dado consejos sobre actuación; no podía haber nada más emocionante.
Al tío Jack le aseguré que quedaba en deuda eternamente con él por haber hecho aquello posible, que significaba más para mí que una corona de diamantes colocada en la cabeza de cualquier princesa de cuento de hadas por un príncipe azul. Luego escribí una carta a Bette Davis. La redacté veinte veces y en ella le daba las gracias y le decía cosas que me había callado en su presencia por nervios o timidez. Betty también le escribió. Se las mandamos a Maine, ya que sabíamos por las revistas que tenia una casa allí donde pasaba largas temporadas. Más o menos una semana después llegó por correo un sobre azul con una letra desconocida.

Dentro había una carta de Bette Davis en la que me agradecía los halagos, decía que se lo pasó bien con nuestra visita y me deseaba suerte, y terminaba así: “Espero que volvamos a vernos algún día”. Me parecía increíble: ¡todo de su puño y letra! Guardé aquella carta como un tesoro y la leí y releí cientos de veces. Betty Kalb también recibió una. Escribirnos fue otro acto de generosidad de tan grande actriz”.



Del libro de memorías " Por mí misma y un par de cosas más" de Lauren Bacall

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