lunes, 3 de junio de 2013

Franz Kafka.- El Proceso



"––¿Cómo te imaginas el final? ––preguntó el sacerdote.
Al principio pensé que terminaría bien ––dijo K––, ahora hay veces que hasta yo mismo lo dudo. No sé cómo terminará. ¿Lo sabes tú?
––No ––dijo el sacerdote––, pero temo que terminará mal. Te consideran culpable. Tu proceso probablemente no pasará de un tribunal inferior. Tu culpa, al menos provisionalmente, se considera probada.
––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más? Todos somos seres humanos, tanto el uno como el otro.
––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables.
––¿Tienes algún prejuicio contra mí? ––preguntó K.
––No tengo ningún prejuicio contra ti ––dijo el sacerdote.
––Te lo agradezco ––dijo K––. Todos los demás que participan en mi proceso tienen un prejuicio contra mí. Ellos se lo inspiran también a los que no participan en él. Mi posición es cada vez más difícil.
––Interpretas mal los hechos ––dijo el sacerdote––, la sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia."

"- Te engañas en lo que se refiere a la justicia -le explicó el sacerdote-. Hay una parábola que alude a alguien que se engañó con la ley: "Había un centinela haciendo guardia ante la ley. Un buen día llegó un hombre y le rogó que le dejase entrar. El centinela le dijo que no podía permitírsele pasar en ese momento. El hombre creyó entender que era posible que lo dejase más tarde, y así se lo preguntó. "Es posible -le replicó el centinela, pero en este momento no". El centinela se separó unos pasos y volvió a situarse junto a la entrada, que permanecía abierta. Entonces el hombre aprovechó de meter su cabeza y mirar hacia adentro. El centinela que observó lo que hacía, se sonrió y le dijo: "Si estás tan ansioso por entrar, puedes hacerlo, aunque está prohibido; pero considera que soy poderoso, y sin embargo soy el más insignificante de los centinelas. En cada estancia que atravieses, tropezarás con centinelas que van teniendo más poder; a partír de la tercera, ni yo mismo puedo resistir su mirada. El hombre no creía que la ley pudiese establecer tantas dificultades, que debería estar abierta a todos aquellos que pudieran necesitarla. Pero a medida que miraba al centinela con más atención, enfundado en un largo abrigo de piel, con su larga nariz y su no menos larga barba, cortada a lo turco, optó por esperar hasta que le permitiera entrar. El centinela le cedió un banquillo y le hizo sentarse al lado de la puerta. Lleva allí ya muchos años. Muchas veces, innumerables, ha pretendido entrar y para ello ruega incansablemente al centinela. Este en ocasiones le tortura sometiéndole a largos interrogatorios, le hace preguntas sobre su país; como son allí las costumbres, como viven los grandes señores..., pero siempre le da la misma respuesta negativa, diciéndole que no puede entrar. El hombre, que previendo que su viaje podía ser muy largo, llevó consigo toda clase de provisiones, no escatima en obsequiar al centinela con todo lo mejor que tiene. Este acepta todo sin titubear, pero le manifiesta: "Acepto todo lo que me das para que no te turbes suponiendo que el no obsequiarme de una manera adecuada sea la causa de que no acceda a dejarte entrar." Durante largos años de espera no cesa de observarle y no presta ninguna atención a los otros centinelas, pues cree fírmemente que éste es el causante de su infortunio. Los primeros años se quejaba amargamente de su suerte, y a medida que pasa el tiempo, va envejeciendo y se reduce a gruñir amargamente sin moverse de su rincón. Retorna a la infancia, y al estar tantos años allí conoce ya una por una las pulgas que habitan en el cuello de piel del centinela. Apela hasta a ellas para que lo convenzan de que lo dejen pasar. Es ya muy anciano y sus ojos no perciben ya si es de noche o si es de día. No ven más que tinieblas. Pero repentinamente ve brillar una luz que se cuela por entre las puertas de la ley. Su vida está a punto de extinguirse. Sintiéndose morir, se agolpan en su memoria toda clase de recuerdos de su existencia pasada. Destacándose entre todos, surge una pregunta que nunca antes se había hecho. Ya no puede ponerse en pie. Le suplica al centinela que se le aproxime. Este accede, pero tiene que agacharse mucho, ya que la edad ha disminuído la estatura del hombre y ahora se diferencian mucho. "¿Qué es lo que quieres saber? -le preguntas le centinela -. En el estado en que te encuentras ¿todavía te importa algo?" Entonces el hombre le replica, y son sus últimas palabras. "Todos los hombres quieren acceder a la ley. ¿Qué explicación tiene entonces que ne tantos años que estoy aquí no ha habido nadie más que yo que haya querido entrar?" El centinela se ha dado cuenta que aquel hombre está muriéndose ya. Entonces, para hacerse oir en sus débiles oídos, se inclina más sobre él, y acercándose a su oído, le grita: "eras tú el único que podía entrar aquí, pues esta puerta estaba destinada solo para ti. Ya no soy necesario. Ahora me iré y la cierro."

Imagen: Ilustración de Elke Rehder para el libro

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